Derrotado el nazismo, el vínculo entre EEUU y Europa se consolidó para defender la libertad y la cooperación. Hoy, la disrupción de Trump lo ha puesto bajo amenaza
NotMid 08/05/2025
EUROPA
Febrero de 1946 fue, para el ministro consejero de la embajada de Estados Unidos en Moscú, George Kennan, “infeliz”, según él mismo explica en el primer volumen de sus Memorias.
El embajador, Averell Harriman, estaba haciendo las maletas y Washington todavía no había nombrado a su sucesor. Kennan, era, así pues, el embajador en funciones. Pero estaba enfermo con “catarros, fiebre, sinusitis, y, finalmente, los efectos de las sulfamidas” que “me habían sido administradas para el alivio de todas esas miserias”. Así que trabajaba desde su dormitorio. Allí recibió un telegrama de Washington que le hizo sentirse peor.
“Entre los mensajes que me pasaron en esos infelices días”, relata Kennan, “hubo uno que me llevó a un nuevo nivel de desesperación, pero no con el Gobierno soviético, sino con el mío. Era un telegrama informándonos de que los rusos estaban evidenciando su falta de interés por entrar en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Hay que recordar que en ningún lugar de Washington las esperanzas de una colaboración en la posguerra con Rusia había sido más elaborada, más ingenua, y más tenazmente [acaso uno debería decir más ferozmente] perseguida que en el Departamento del Tesoro. Ahora […] el sueño parecía haber sido destrozado, y el Departamento de Estado pasaba a la embajada, con un tono de inocencia burocrática, el angustiado llanto de perplejidad que sobrevolaba la Casa Blanca y el Tesoro”.
El “sueño” de una cooperación mundial tras el final de la Alemania nazi se estaba desvaneciendo. Había sido un sueño sin base real, al que se había adherido sobre todo Estados Unidos, que nunca previó la Guerra Fría. Cuando, a falta de dos meses y medio para la toma de Berlín, las tres potencias vencedoras -Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS- se reunieron en Yalta -que está, precisamente, en Crimea, la península que se disputan Rusia y Ucrania en 2025-, el secretario de Estado de EEUU, James Byrnes, declaró: “Estados Unidos evitará la rivalidad entre la URSS y el Reino Unido en Europa”. La alianza soviético-estadounidense se daba por hecha.
Poco podía imaginar Byrnes que la rivalidad iba a ser en Europa, pero entre su país y la URSS. Cuando los soviéticas tomaron Berlín, Estados Unidos había basado sus planes para la posguerra sobre la idea de que la Historia corría el riesgo de repetirse, así que había que evitar a toda costa que se volviera a dar una reedición de lo sucedido tras la Primera Guerra Mundial, en la que el aislacionismo norteamericano y el deseo francés de castigar a Alemania y dejarla reducida a un país agrícola sembraron las semillas de la Segunda Guerra Mundial.
El primer ministro británico Winston Churchill no quería ir a Yalta porque pensaba que no había mucho que hablar con el dictador soviético Josef Stalin. Fue el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt quien se empeñó en el encuentro, en un esfuerzo -que creyó exitoso y que Stalin se encargó de destrozar en cuanto tuvo la ocasión- por integrar a la URSS en el naciente sistema multilateral que Washington y Londres habían concebido para evitar otra guerra que acabara, probablemente, con la Humanidad y, sin lugar a dudas, con Europa. Cuando, el 8 de mayo, Berlín cayó, el plan de Washington era un mundo dirigido por dos potencias -EEUU y la URSS- y media -Gran Bretaña-. Pero lo que sucedió, en realidad, fue una Guerra Fría de más de cuarenta años entre los dos primeros de esos países.

La Guerra Fría empezó, precisamente, en Berlín, el 14 de junio de 1948. Ese día, Stalin bloqueó los accesos por tierra a la ciudad, en un intento de rendirla por hambre y forzar su caída dentro de la zona de ocupación soviética de Alemania. Nueve meses después, cuando los dos millones de habitantes de Berlín todavía seguían recibiendo toda su comida, combustible y medicinas por vía aérea, nacía la OTAN, el símbolo del compromiso de Estados Unidos en la Defensa de Europa. No fue sólo Defensa. También, economía. El primer crédito del Fondo Monetario Internacional fue para Francia. El segundo, para un país que se opuso de todas las formas posibles a los rescates de las economías afectadas por la crisis del euro: Países Bajos.
La alianza trasatlántica que es, en realidad, la base de la idea actual de Occidente nació así, no por el temor al fascismo ni al nazismo que habían sido derrotados y -se suponía- desterrados de la faz de la Tierra, sino por el pánico a que el comunismo soviético tomara Europa. No era lo mismo que los comunistas se hicieran con el control de Angola, Yemen del Sur, Vietnam, Laos o Irak que con el de Alemania. Esa última era, lisa y llanamente, intocable, bajo pena de uso de bombas atómicas.
Por eso, la SEATO y el CENTO -dos de las tres alianzas militares con las que Estados Unidos rodeó a la Unión Soviética- fueron disueltas en, respectivamente, 1977 y 1979. Sólo la OTAN sobrevivió. Es más: sobrevivió a la caída de la URSS. Lo que hoy en día nadie sabe es si lo logrará a los retos internos que le ha traído el siglo XXI, de la mano de un nuevo dictador ruso que considera que “la caída de la Unión Soviética fue la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, y de un presidente estadounidense que ve a Europa como el verdadero enemigo para su país, y a Moscú como un modelo político.
La alianza trasatlántica, así, empezó por el miedo, pero rápidamente se extendió a otras dimensiones. Europa y Estados Unidos compartían valores. Los dos eran herederos de la Ilustración y de las tradiciones cristiana y grecorromana. Ambos tenían economías de mercado, aunque con diferencias. En Estados Unidos y, con la llegada de Margaret Thatcher, también en el Reino Unido, regía el capitalismo anglosajón, más basado en el libre mercado, los bonos y los mercados financieros. Europa continental ha tendido al llamado capitalismo renano, que se fundamenta en la economía social de mercado alemana, con más intervención del Estado, búsqueda de estabilidad y énfasis en la redistribución.
Después de la seguridad y la economía, llegó la política. A partir de la década de los setenta, Estados Unidos empezó a fomentar a las democracias por una cuestión de pragmatismo. Las dictaduras, pese a su apariencia, eran más inestables y más débiles a la hora de contener al comunismo. Esa idea acabaría causando la mayor crisis de la Historia en las relaciones trasatlánticas un cuarto de siglo más tarde, cuando Estados Unidos, contra la opinión de Francia y Alemania, invadió Irak. Pero en los años 70 es lo que permitió que Grecia, Portugal y España pasaran de la autocracia a la democracia, con el apoyo de los europeos y de los estadounidenses. Tras el colapso del Muro de Berlín en 1989, fue Estados Unidos quien promovió la reunificación alemana, pese a las reticencias de la Francia de François Mitterrand, que parecía seguir anclada en los esquemas de 1945. La política de Washington de defensa de la democracia quedó avalada con el final de las dictaduras comunistas de Europa central y del Este.
Aunque Estados Unidos era el líder incuestionable de la relación, esta le cambió profundamente. Antes de la Guerra Fría, Washington era un defensor de la independencia de las colonias (aunque no de las suyas) y de la autodeterminación de los pueblos. Durante las más de cuatro décadas de enfrentamiento con la URSS, sin embargo, se convirtió en el financiador y proveedor de armas de los agonizantes imperios francés y británico, reemplazando al primero en Indochina y defendiendo explícitamente el colonialismo más brutal del Reino Unido en las Malvinas.
Washington también estuvo detrás de la integración europea. La declaración, en 1950, del entonces ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Robert Schuman, de la Asociación Europea del Carbón y del Acero, de la que nació la Unión Europea, había sido consensuada por su creador, Jean Monnet, con el Gobierno de Harry Truman. Estados Unidos no se limitó a actuar en la distancia evitando rivalidades europeas, como dijo Byrnes tras Yalta. Directamente, se comprometió en la creación de una Fortaleza Europa que diera voz y voto a la derrotada Alemania para frenar a la Unión Soviética. No fue, desde luego, una relación fácil.
Los europeos -en especial un país que no es famoso por su humildad, Francia- tuvieron problemas para asumir su rol secundario en relación a los estadounidenses. Y éstos se quejaron directamente de lo que el secretario de Estado de EEUU, Henry Kissinger, calificó como “la paranoia europea: si no negocias con los rusos, piensan que les vas a montar una guerra atómica en sus países, y si negocias, creen que vas a llegar a acuerdos con Moscú sin tenerlos a ellos en cuenta”. Con todo, el experimento funcionó. Por eso resulta ahora incomprensible ver al vicepresidente estadounidense JD Vance criticar a la supuesta falta de democracia de los europeos en la Conferencia de Seguridad de Múnich, o al mismo Vance con Donald Trump atacando al presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, en la Casa Blanca, por, esencialmente, resistir a una invasión rusa en lo que es la primera guerra de grandes dimensiones en Europa desde el 8 de mayo de 1945.
Así que ahora, 80 años después de la caída de Berlín y 79 del telegrama del Departamento de Estado a la embajada en Moscú, el relato de Kennan suena preocupantemente cercano y, al mismo tiempo, desesperanzadoramente lejano. Sorprendentemente cercano por una razón: los Estados Unidos de 2025 tienen, de nuevo, una fe irresoluta en la cooperación con Rusia.

Desesperanzadoramente lejano por muchos motivos. Uno de los principales es quién tiene esa fe. No es un Departamento -aunque el Tesoro es uno de los más importantes de Washington-, sino la propia Casa Blanca. Y, al contrario que en 1946, no parece que vaya a haber un momento en el que la Presidencia -es decir, Donald Trump- se rinda a la evidencia de que Rusia no quiere colaborar con Estados Unidos.
El desengaño fue hace casi ocho décadas por el Fondo Monetario Internacional. Hoy debería ser Ucrania. Pese a que Estados Unidos ha decidido ceder en todo a Rusia, Moscú no parece dispuesto a firmar ni un alto al fuego permanente con el país al que invadió en 2014 y en 2022. La reacción de Washington, sin embargo, no es la del telegrama a Kennan de 1947, que es preguntarse por las claves de la conducta rusa, sino todo lo contrario: más concesiones, esta vez hasta el extremo de levantar las sanciones a Rusia y estrechar la cooperación bilateral en energía. La URSS no entró nunca en el Fondo Monetario. Rusia no parece dispuesta a firmar jamás la paz con Ucrania.
Las simpatías de Trump hacia Putin tienen similitudes con las de otro de los protagonistas de los primeros movimientos de la Guerra Fría: Harry Dexter White, precisamente el hombre elegido para ser el primer director gerente del Fondo Monetario Internacional. El 16 de agosto de 1947, White murió de un infarto fulminante en su casa de vacaciones de New Hampshire. Sólo tres días antes, había testificado durante horas en el Congreso de Estados Unidos, bajo la acusación de ser un espía soviético.
Si el hombre que iba a dirigir la diplomacia financiera de Estados Unidos era un agente de Stalin o no sigue siendo debatido por los historiadores, pero de lo que no hay duda es de que conocía a muchos otros espías soviéticos, simpatizaba con la URSS y, bien por convicciones ideológicas, bien porque sinceramente creía que la colaboración entre Estados Unidos y la Unión Soviética era deseable, había transferido a Moscú secretos de Estado de Washington.
White recuerda a Donald Trump. La sumisión del presidente de Estados Unidos a Vladimir Putin nunca ha sido fácil de entender, ni tan siquiera por sus colaboradores más cercanos. El propio teniente general retirado H.R. McMaster, que es la persona que duró más tiempo en el cargo de consejero de Seguridad Nacional en el primer mandato de Trump, reflexiona en sus memorias, tituladas En guerra con nosotros mismos: “Después de un año en el cargo, seguía sin entender el poder que tenía Putin sobre Trump“.
Pero Estados Unidos no es el único responsable de la ruptura de la relación. Europa lleva exactamente 80 años subcontratando muy gustosamente su Defensa a Washington. La OTAN fue tan exitosa que convenció a Europa Occidental de que iba a vivir en un estado de paz perpetua kantiana y de que, si algún día sucedía algo, seria Estados Unidos quien le sacara las castañas del fuego. El resultado es que el desarrollo de un sistema de Defensa europeo autosuficiente llevará, por lo menos, una década. Si se quiere añadir una disuasión nuclear creíble -algo que sólo tienen Reino Unido y Francia, y el primero totalmente alquilado a EEUU-, el horizonte temporal y el coste económico se disparan. Europa también ha estado mirando, a medio camino entre la fascinación y el terror, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca sin hacer absolutamente nada para preparar un plan B al actual sistema trasatlántico. Ahora, con una Rusia agresiva y unos Estados Unidos hostiles, el plan B es una necesidad.
Fuente de los gráficos: Enciclopedia Britannica, ‘La historia del mundo. Un atlas’ (Christian Grataloup), OTAN
Agencias