Abrazar un cascarón sin que tenga dentro chicha es cosa de tontos. Sólo con que los políticos comprendieran esto, la conversión de Robert Prevost en Papa ya podría considerarse un éxito rotundo
NotMid 11/05/2025
OPINIÓN
MARISA CRUZ
En estos tiempos de comunicación de masas, de redes sociales, de inteligencia artificial, las palabras, los mensajes, lo que se dice y cómo se dice cobra una importancia trascendental. Un tuit se convierte en bandera; un artículo, en doctrina; y un discurso, en motivo de fe. Y esto tiene mucho peligro: el tuit puede encerrar una mentira; el artículo, esconder un sofisma; y el discurso, aunarlo todo para ser pasto de sectarios.
Entrenar el espíritu crítico, alimentar la vena escéptica, apostar por la duda e incluso ejercer de quisquilloso suele ser un buen antídoto, una vacuna conveniente para no hundirse en el bulo o en la pura majadería, y también para sortear el riesgo de acabar alistándose -o que te alisten- de buenas a primeras en las filas de cualquier rebaño.
Cuidar la palabra -y ello no implica saberse el María Moliner de memoria- para ajustarla a las intenciones y a los hechos debería ser esencial para todo el mundo pero, sobre todo, para aquellos que ocupan posiciones de liderazgo. Ya sean estas políticas, económicas, sociales, religiosas o de otro tipo.
El nuevo Papa, de soltero Robert Francis, y ahora León XIV, ha ofrecido un ejemplo magnífico de cómo en el arte de comunicar, lo bueno, si breve y sincero, suele ser dos veces bueno: salió al balcón central de la basílica de San Pedro y, en apenas unos pocos minutos, enhebró con media docena de palabras un mensaje redondo.
A saber: paz, diálogo, puentes, conciliación, todos y apertura. O sea, antónimos de guerra, silencio, trinchera, ruptura, exclusión y muros.
Su primera intervención urbi et orbi fue un auténtico espectáculo de masas y no sólo por la escenografía cuidadísima que la rodeó -se dice que el Vaticano perderá antes la fe que la elegancia-, como colofón de la liturgia misteriosa que se despliega desde que muere un Pontífice hasta que nace otro. No, no fue sólo por eso. Millones y millones de personas de toda condición -desde luego, no sólo los católicos- la siguieron con interés y, a juzgar por la avalancha de testimonios y sondeos recogidos por los medios, la reacción muy mayoritaria, cerrando filas ante su mensaje, ha sido fascinante: este hombre es uno de los nuestros.
Conseguir como si nada, así, de saque, ser uno di noi para tirios y troyanos es un auténtico prodigio en tiempos en los que la polarización, los bandos y el enfrentamiento por todo y a cada paso se han convertido en deporte general.
Me dirán, y tienen razón, que conviene no precipitarse. Desde luego, habrá que esperar para comprobar si los hechos acompañan al discurso. De no ser así, comenzarán las deserciones y sería síntoma de buena salud porque los compromisos, la palabra dada, las expectativas suscitadas, por sí solas, no pueden ser auto de fe. Abrazar un cascarón sin que tenga dentro chicha es cosa de tontos.
Sólo con que los actuales dirigentes políticos comprendieran esto, la conversión de Robert Prevost, misionero, párroco y profesor, en León XIV, heredero de Pedro, santidad y cabeza de la Iglesia, ya podría considerarse, al menos en lo terrenal, un éxito rotundo. Y si encima lo asumieran y lo practicaran, entonces sería un milagro. El primero del nuevo Papa.