Cuando la propuesta estaba condenada de antemano, el PP no necesitaba hacerse el duro
NotMid 29/05/2025
OPINIÓN
JOAQUIM COLL
El tercer fracaso en Europa del «plurilingüismo español», elevado a la categoría de desaire a la «identidad nacional», en palabras del ministro de Exteriores, José Manuel Albares, estaba cantado pese al optimismo del Gobierno días antes. La propuesta se estrelló contra el temor a desatar una cascada de demandas en otros países de la Unión y contra las dudas jurídicas y financieras, incluso cuando España se ofrecía a asumir su coste. Este fiasco pone en evidencia la irrealidad de una propuesta que solo el empeño político mantiene viva, así como el tacto del resto de gobiernos para no enojar a Pedro Sánchez.
En la UE muchos recelan del precedente que supondría aceptar el catalán, el vasco o el gallego como lenguas oficiales. Si se diera este paso, otras lenguas minoritarias o regionales podrían exigir lo mismo. Sin olvidar el disparate actual de 24 lenguas oficiales, sería abrir un nuevo frente. El Gobierno español, atrapado por su dependencia de los votos de Junts y ERC, no ha pretendido nunca articular un consenso como mínimo para defender la excepcionalidad del catalán, que es la 13ª lengua más hablada de la UE. Por otro lado, la hipocresía del discurso de Sánchez y del ministro Albares es evidente. Se presentan como paladines del plurilingüismo, celebrando la diversidad idiomática española, pero se olvidan siempre de los derechos de los castellanohablantes en las comunidades con dos lenguas oficiales. Esta incoherencia socava la legitimidad de la demanda. ¿Cómo convencer en Bruselas de la necesidad de incluir el catalán cuando en Cataluña se niega al castellano el carácter de lengua vehicular en la escuela? Este doble rasero proyecta una imagen de intolerancia que choca con los valores europeos de pluralismo. El bilingüismo podría haber sido un argumento de peso para reforzar la causa del catalán, pero la obsesión monolingüe, también con el PSC en la Generalitat, juega en contra, aunque nadie en Bruselas lo diga abiertamente.
Finalmente, el coste de la medida -132 millones de euros anuales, según estimaciones antiguas- sigue siendo un obstáculo, pese a que el Gobierno español se ofrecía a financiarlo íntegramente. Este compromiso no ha bastado para disipar las dudas de países como Alemania o Finlandia, que no ven clara la viabilidad de incluir lenguas que son oficiales solo en una parte de los Estados miembros. El gasto, que incluye a intérpretes, traductores y adaptaciones administrativas, compite con problemas reales más urgentes.
A este panorama se suma el tacticismo equivocado del PP, que ha optado por una oposición frontal, sacando pecho tras el fracaso, reforzando así su imagen de antipatía en Cataluña. En lugar de explicar sin aspavientos la inviabilidad de la iniciativa, se ha señalado voluntariamente como el urdidor del fiasco. Cuando la propuesta estaba condenada de antemano, el PP no necesitaba hacerse el duro.