Si el español medio no es capaz de decir qué distingue a un judío de un gentil, es fácil venderle la mercancía averiada del antisionismo. El sionismo es la consecución del ideal de que los judíos tienen derecho a establecerse como nación en un Estado propio. O sea, sin sionismo no hay Israel
NotMid 21/09/2025
OPINIÓN
RAFA LATORRE
El otro día explicaba en la radio el profesor Antonio Obregón, especialista en el estudio de Eurovisión como fenómeno cultural, que una de las varias razones por las que es improbable que la UER excluya a Israel del festival es que su televisión pública, que es quien de verdad concurre al certamen, hace alarde de independencia y es muy crítica con el Gobierno. Esto debe de resultar desconcertante desde el país, España, con la corporación pública más histéricamente oficialista de Occidente.
Desde el mismo instante en que el jefe del Ejecutivo español concluyó, una extravagancia aún en Europa, que Israel estaba cometiendo un genocidio en Gaza, se desató en España una fiebre judenfrei. Esta nación es una organización vertical. Como era previsible, para tratar de calmar a las conciencias con un mínimo de sensibilidad histórica, ha vuelto a sonar el cínico ritornello: esto no va contra los judíos, va contra los sionistas, dice. La extrema izquierda de la que Sánchez ha calcado su retórica antiisraelí lleva décadas tratando de colar ese caballo de Troya.
Si el español medio no es capaz de decir qué distingue a un judío de un gentil, es fácil venderle la mercancía averiada del antisionismo. El sionismo no es más que la consecución del ideal de que los judíos tienen derecho a establecerse como nación en un Estado propio. O sea, sin sionismo no hay Israel, que es lo que desearían quienes salen en manifestación cantando «Del río [Jordán] al mar [Mediterráneo], Palestina vencerá [e Israel se extinguirá]».
Frente a la simplificación rampante, hay cien mil matices que añadir al sionismo. La corriente que dominó desde el nacimiento de Israel ha sido aquella de la que fue legatario el primer ministro fundacional, y hasta ahora más longevo jefe del Gobierno, David Ben Gurion. Un sionismo laico, de inspiración socialista, que fue moldeando una economía y un entramado institucional puramente izquierdistas. El Partido Laborista -o el originario Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel-, de Ben Gurion, Golda Meir, Itzhaak Rabin o Shimon Peres ha sido para Israel lo que el Partido Conservador para el Reino Unido o, ya ven, el PSOE para la España democrática: la gran factoría de sentido común y el titular de una hegemonía rocosa.
La pregunta que cabe hacerse ahora, en 2025, es qué ha ocurrido para que Benjamin Netanyahu haya superado a Ben Gurion y se haya convertido en el primer ministro que durante más tiempo ha gobernado Israel. Y, sobre todo, qué ha ocurrido para que, bajo su mandato, el sionismo revisionista de Ze’ev Jabotinsky se haya convertido en la fuerza motora de la política israelí. La respuesta no puede excluir a los palestinos y a la obstinación con la que estos han conspirado una y otra vez contra la posibilidad de erigir su propio Estado. Basta con mencionar tres nombres evocadores de una esperanza que ya se ha esfumado: Oslo, Camp David y Gaza.
A Isaac Rabin lo asesinó un fundamentalista judío pero, antes, había atentado contra sus acuerdos de Oslo, hiriéndolos de muerte, el farsante de Yasir Arafat. Fue también el mimado rais quien renunció a la irrepetible oportunidad histórica que le brindó Ehud Barak -vaya, otro laborista- con Clinton como testigo desesperado. Años después, Ariel Sharon -al fin, el Likud- se arriesgó a la quiebra sentimental con una desconexión de Gaza que fue correspondida con el establecimiento de la barbarie.
El resultado de la experiencia histórica de esa triada fatal de hitos ha sido convencer a una mayoría de israelíes de que la fórmula, salmodia de la comunidad internacional, de «paz por territorios» es algo peor que una falacia: una inducción al suicidio.
Antes del 7 de octubre de 2023, Netanyahu era un gobernante acorralado por la contestación popular que habían encontrado sus reformas iliberales. Un hombre desprestigiado por sus constantes ataques a los jueces que le persiguen. Los trackings de Maariv/Lazar Research, Channel 13 (Camil Fuchs), Kan 11/Kantar y Channel 12/Midgam ilustran la menguante popularidad del primer ministro antes del 7-O. Netanyahu, además, tiene un Gobierno de 31 ministros, rehén de una alianza con extremistas. Qué fenomenales resonancias.
Es más que razonable sospechar que sus decisiones tras la masacre de Hamas están guiadas por el instinto de supervivencia política y es indudable que, cuánto más se prolongue el mandato excepcional de la guerra, más tardará en responder por sus escándalos y por la humillante falla de seguridad que permitió que se produjera la mayor matanza de judíos desde la Segunda Guerra Mundial en el territorio del país que nació para evitar que algo así jamás ocurriera.
El ejército israelí combate en Gaza a una criatura híbrida. Una milicia terrorista emboscada entre la población civil, con la implantación territorial de un ejército, el patrocinio de Irán, que se disfraza con la institucionalidad de un Estado -«el Ministerio de Salud de Gaza dice»- y que supedita la vida de cada uno de los palestinos al objetivo primordial de destruir a Israel.
Hay evidencias de que el ejército israelí en Gaza ha cometido crueles crímenes de guerra. El propio Estado israelí investiga las acciones más clamorosas. A pesar de la indudable dificultad del teatro de operaciones, se ha producido una reiterada desatención por la vida de los civiles. La actual ofensiva terrestre ha provocado el desplazamiento forzoso de ciento de miles de gazatíes. Es curioso cómo la acusación de genocidio actúa como un disolvente de la gravedad de ese éxodo. Es ilógico conciliar las acusaciones de desplazamiento forzoso masivo, por la evacuación de Gaza, con la voluntad de exterminio que requiere el genocidio. Por brutales que ya sean los hechos, la propaganda prefiere elevarse sobre ellos, empequeñecerlos, para aferrarse a una presunción. ¿Qué ocurrirá si finalmente la Corte Internacional de Justicia concluye que no hay un genocidio? La prueba de que la acusación del genocidio es puramente política la aporta Pablo Pombo en El Confidencial: sólo quienes creen que no se está cometiendo están dispuestos a cambiar de opinión.
En Sánchez solo hay un obsceno cálculo. Los saharauis son el vivo testimonio de su impostura. Quien más claramente ha advertido de su oportunismo, y por eso se revuelve ante la usurpación sanchista, es la extrema izquierda, que lleva invocando décadas el genocidio con un sentido estratégico y no táctico. Lo explicó de forma inmejorable el catedrático Alejandro Baer, ayer aquí en EL MUNDO: « Existe desde hace décadas. Convoca un tropo antisemita de las víctimas convertidas en victimarios. Sigue siendo una estrategia para deslegitimar al Estado de Israel». Puro antisionismo, o sea.
