Occidente debe defenderse de Irán y de China. Pero otra cosa bien distinta son los iraníes y los chinos
NotMid 23/10/2025
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
Cuando Feijóo declara, como hizo con cierta solemnidad hace unos días, siguiendo la estela de Vox, que quiere favorecer la inmigración de los «culturalmente próximos», no solo está discriminando entre los que habrían de llegar a España sino, sobre todo, entre los que ya están en España. Estigmatizando la presencia de los «culturalmente distantes», por seguir con su vocabulario. El periodista Ángel Munárriz publicó el martes en El País un taxativo informe sobre los llamados «mensajes de odio» que se dirigen contra los norteafricanos en las redes sociales. A diferencia de la verdad o de la belleza, las redes sociales miden con impagable precisión científica el volumen excremental de la comunidad. Y estos son los concretos datos españoles: «El 94% de los 47.717 mensajes de odio en las redes sociales detectados por el observatorio del Gobierno en los últimos 30 días tienen como destinatarios a los norteafricanos (54%) y a los musulmanes (40%)». O sea que las redes discriminan con tanta finura como Feijóo.
Quién podría negar que el Islam se ha hecho antipático a los ojos del mundo racional. Es en nombre del Islam y del comunismo que hoy se perpetran las mayores atrocidades morales y políticas del mundo. Por lo tanto Occidente debe defenderse de Irán y de China. Pero otra cosa bien distinta son los iraníes y los chinos, tantas veces víctimas del islamismo y del comunismo. Las funciones de un dirigente político convencional —otra cosa son la excepciones malignas de Sánchez y Abascal, cuyas políticas están basadas en la discriminación— no incluyen la de promover el separatismo, entendido a la manera catalano-francesa. Pero tampoco los musulmanes pueden gozar de privilegios apaciguadores, basados en la pereza mental, la cobardía cívica y el mercado electoral. Nadie, a excepción de los miserables flotillas que ondean la versión tuneada de la bandera de Israel —la estrella de David convertida en cruz gamada—, puede hacer en España apología, ni siquiera gráfica, del nazismo. Del mismo modo, nadie debería desfilar por el espacio público democrático exhibiendo un símbolo de la opresión como la variada gama de pañuelos —culminada en el saco— que lucen algunas mujeres musulmanas. Un tocado hasta tal punto obligatorio y cruel que, en los países islámicos, puede llevar al asesinato de cualquier mujer desobediente.
La respuesta política al infâme no es la alta y melancólica de preguntarse si el Islam es compatible o no con la democracia. La respuesta ha de ser al tiempo humilde y activa. Legislar para que ninguna mujer pueda exhibir en el espacio público un símbolo de opresión flagrante o para que ningún menú escolar meta a dios en los pucheros, incluido, por supuesto, ese dios escamoso de la sal kosher. La política son leyes. Y no culturas. En el caso, realmente dudoso, de que este último plural exista.