“Qué pasada”, se quejaban desde la bancada de asistentes. Alberto González Amador miró al fiscal general del Estado y éste puso los ojos en blanco. Aunque la comidilla con sustancia fue otra
NotMid 05/11/2025
OPINIÓN
LEYRE IGLESIAS
Sólo los cafeteros podemos pronunciar de corrido su nombre y sus apellidos, y ni siquiera el presidente de la Sala parece capaz sin consultar sus papeles. Hasta ahora, Alberto González Amador era «el novio de Ayuso», «la pareja de Ayuso», «el defraudador confeso», «el delincuente confeso».
En este juicio, aunque suele olvidarse, es el ciudadano particular cuyo derecho de defensa vulneró presuntamente la Fiscalía General del Estado debido a su relación amorosa con una rival política del Gobierno.
Desde este martes, además, es una suerte de estrella dentro del variopinto campo de los declarantes. Por emoción desplegada y aspavientos provocados, arrasó en la segunda sesión del juicio. Y en un instante cinematográfico escenificó el tipo de proceso que discurre en el Tribunal Supremo.
González Amador había llegado a la sala con traje, el pelo algo desaliñado y zapatos y calcetines granates. Llevaba un rato hablando desde el centro del estrado, sentado en la silla de los testigos, a una altura inferior al resto, lo cual debe de imponer bastante.
Antes de las seis de la tarde, a preguntas de su abogado, hizo lo que había ido a hacer. Elevó la voz y, dirigiéndose a los magistrados, denunció cómo con la filtración del correo reservado de su letrado que lo señalaba como defraudador confeso, y con la nota de prensa que después difundió la Fiscalía, él pasó a ser «el delincuente confeso del Reino de España». «¡El fiscal general del Estado me había matado públicamente, estaba muerto!».
González Amador se atrevió incluso a señalar a su izquierda y mirar a los ojos a Álvaro García Ortiz, que se sienta en el insigne estrado, como si fuera el intocable fiscal general y no, sobre todo, el acusado. Desde arriba, con su toga y sus puñetas blancas, mientras el querellante contaba los daños económicos y reputacionales que le ha supuesto todo esto, García Ortiz le miraba desdeñoso. Puso los ojos en blanco.
«Qué pasada», «Pero si has cometido delitos», se oía desde las bancadas de asistentes. Hace tiempo que la presunción de inocencia únicamente se invoca para los del propio bando. Qué pasada.
Todo parecía ya acabado, pero aún quedaba el último acto. González Amador terminó pidiéndole a Andrés Martínez Arrieta una intervención final para proclamar: «O me voy de España o me suicido». Con esa frase se harán camisetas. Después, puro Hollywood: el magistrado le aconsejó, comprensivo, templado, que no hiciera ninguna de las dos cosas y que, en cualquier caso, consultara a su abogado.
Según avanza el juicio, entre el tedio se van abriendo paso más elementos cinematográficos. Uno es el abogado del novio de Ayuso, Gabriel Rodríguez-Ramos, porque un letrado tan incisivo y con tan buen flequillo sólo podría representarse a sí mismo en una película sobre el caso. El presidente de la Sala le interrumpe a menudo; y eso que la peor parada, de largo, es la teniente fiscal, Ángeles Sánchez Conde, que tampoco podría ser sustituida por una actriz: su papel está siendo ininterpretable.
Aunque quizá lo más ficcionable sea el puzzle de conexiones entre los poderes públicos -gobernantes y fiscales- y la prensa -la amiga y la rival, la servil y la independiente- que va componiéndose sobre el estrado. Porque en este juicio se habla de fiscales y de políticos, pero también, y mucho, de periodistas de EL MUNDO, elDiario.es, El País y la Ser. ¡Algunos de ellos incluso han intentado echar una mano declarando ante notario!
Sobre eso se hablará en la tercera sesión. En la segunda fue el turno de la tercera pata de esta causa: los animales políticos, los hombres de confianza de los dos Gobiernos que protagonizan esta batalla encarnizada. Francesc Vallès, que sostuvo una cosa y la contraria, y Miguel Ángel Rodríguez, bestia negra confesa de los «izquierdistas», ayer contenido en lo que afectaba a los intereses del querellante y de su jefa, a quienes ahora sabemos que invita a barbacoas en su casa.
En los pasillos del Supremo, sin embargo, la comidilla con sustancia fue otra distinta. Más allá del intento de la defensa y la Fiscalía de culpar de la filtración al desconcertado jefe de prensa del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, llamó mucho la atención la declaración de Mar Hedo, dircom del fiscal general, que vino a decir que el Supremo filtró por aquí y por allá que iba a imputarle y que lo haría en un día concreto. Enfadar con acusaciones de este tipo a los magistrados que dictarán sentencia no parece la mejor estrategia de defensa para Álvaro García Ortiz, pero es la que tiene. Y hay que respetarlo.
