El 20 de noviembre es una fecha clave. La dictadura no cae, se extingue; y la oposición exhibe ante el cadáver sus tres rasgos: militarmente derrotada, políticamente fragmentada y socialmente mermada
NotMid 22/11/2025
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
(Pepino) El 20 de noviembre de 1975 es el día más importante de la historia española desde el final de la Guerra Civil. Pasó entonces lo que tantos aguardaban para ponerse en marcha. Hasta la muerte del dictador no había habido más movimiento que el nacional de Eta y la actividad del Partido Comunista, sacrificada y laboriosa, pero de poca importancia práctica. Hasta el 20 de noviembre no había habido una manifestación digna de tal nombre; solo algaradas universitarias o sindicales, rápidamente abortadas por la Policía, a veces de forma letal. La muerte de Francisco Franco fue celebrada -cuando lo fue- de modo estrictamente privado. En el pensamiento, sobre todo; y hubo brindis en algunas casas y a veces -pocas- en los restaurantes. La única reacción pública masiva no fue de celebración sino de duelo. Una multitud disciplinada esperó su turno durante horas para acceder a la Sala de Columnas del Palacio Real de Madrid, donde se velaba el cadáver. Fiel a su condición ocurrente, la oposición tertuliana hizo correr el chascarrillo de que muchos habían ido para asegurarse de que estaba bien muerto. Más veraz e inteligente habría sido decir que fueron a ver morir su miedo. Los escasos incidentes los protagonizaron franquistas acérrimos que se cuadraban ante el féretro y levantaban el brazo con tanto empeño inmóvil que la seguridad de Palacio tenía finalmente que apartarlos. Uno de ellos, por cierto, murió de un infarto mientras rendía su último servicio. Y si hubo noticia de algún otro muerto acérrimo en actos de homenaje o funerales locales no la hubo de ningún muerto ni herido antifranquistas. El 20 de noviembre es una fecha clave. La dictadura no cae, se extingue; y la oposición exhibe ante el cadáver sus tres rasgos: militarmente derrotada, políticamente fragmentada y socialmente mermada. Pero el 20 de noviembre es también la señal que las élites esperan para cambiar de arriba abajo la arquitectura institucional: Franco había ganado todas las batallas, pero no iba a ganar después ninguna, campeador.
La complejidad de la fecha fundacional de la democracia española es inabordable para los actuales gestores políticos de la memoria. Este jueves 20 pasé la tarde en Madrid observando su incapacidad y su impotencia -casi diría que criminales- en los dos actos convocados en el Congreso a propósito de la efeméride. El primero fue en la Sala Constitucional, alquilada por la empresa Movistar para la presentación de la serie Anatomía de un instante. Acudió el presidente del Gobierno. Debió de pensar que el chusco y grosero intento, el 23 de febrero de 1981, de volver al franquismo era idóneo para conmemorar el día de la muerte de su patrocinador. Y lo era, aunque Sánchez no tuviera la menor idea del porqué. El 20 de noviembre de 1975 y el 23 de febrero de 1981 tuvieron en común la patética soledad de las calles. Nadie salió a la intemperie a celebrar la muerte de Francisco Franco y a exigir la democracia. Nadie salió a amortajar a Tejero en el féretro del pasado ni a defender la democracia. Nadie. Lo sé porque Raimon Pelegero y yo fuimos a las Ramblas a ver que no había nadie. El acto de coraje más explícito en la noche de aquel febrero fue la decisión de algunos políticos de pasar a la clandestinidad, ya preparándose para organizar nuevas décadas de oposición tertuliana. El golpe se resolvió con respeto absoluto al guion de la Transición: lo resolvieron la negociación, el engaño y el Rey.
Pero la inteligencia del presidente del Gobierno está muy lejos de poder entender esta analogía subterránea. Solo había que verle sonreír, afilado pero simplón, cuando la inenarrable boatiné que preside el Congreso lo tuteaba a modo. O cuando el travieso Cercas le agradecía que estuviera ahí: «Sobre todo después de las perrerías que le he hecho últimamente (…) hoy me voy a portar bien, no se preocupe, tranquilo», le espetaba el coño crío al presidente del Gobierno. Cuando recuperó el habla, Sánchez dijo la frase que había venido a decir después de que condenaran a su fiscal, esa de que llamaría al pueblo a levantarse contra la democracia tutelada de Franco, de Tejero y de Marchena, y cerró los ojos mientras proyectaban el primer capítulo de la serie, plenamente a la altura, visto lo visto, del ridículo libro que la nutre.
El segundo acto de la tarde tuvo lugar en el Hemiciclo. Es muy difícil de describir. Los escaños estaban ocupados por miembros de la prometedora juventud española, hoy alumnos de secundaria. Iban a ver la representación, a cargo de actores profesionales, de fragmentos de discursos de algunos diputados de la Transición. Una joven maestra de ceremonias les daba musical entrada, tocando un organillo. En un momento se puso como unas maracas y se levantó para decir que su padre no votó sí en el referéndum, porque no quería la Monarquía. Y que en estos escaños se habían sentado torturadores. Pero su gesto siempre será subsidiario del auténtico protagonista de la tarde, el actor Antonio Gil, al que le encargaron amasar un potingue plurinacional de Miquel Roca. Al acabar dejó la tribuna de oradores y majestuoso, sobre la mullida alfombra taquígrafa, se irguió, hizo el pino y así, cabeza abajo, exacta imagen de España, abandonó el Hemiciclo. Yo, en cambio, estaba bien arriba, en los asientos de la prensa. Tuve la suerte de que me acompañara toda la tarde mi amiga Rosa Belmonte. Estábamos casi solos en la tribuna. Hacía frío. Íbamos contemplando el paisaje, la organillera, el gimnasta, una trapecista que salió luego. A veces nos mirábamos y murmurábamos algo. Era evidente que, siendo ya el único rastro de vida inteligente en la Tierra, teníamos el discreto encargo de repoblarla.
Un Barney Jopson escribía uno de estos días en el Financial Times sobre España. Para tratarse de la prensa extranjera no estaba mal. Este párrafo: «La polarización no es exclusiva de España, pero destaca su brutalidad visceral. Otro problema es potencialmente más grave: una preocupante falta de debate sobre políticas públicas. En otras grandes economías, la política combativa puede coexistir con discusiones más fundamentadas sobre cómo abordar preocupaciones apremiantes, desde educación y vivienda hasta burocracia e inteligencia artificial. En España, los insultos políticos a menudo eclipsan las ideas». Es la verdad, pero no toda la verdad. La polarización española es un señuelo. No es que los insultos eclipsen las ideas: solo tapan su radical ausencia. La polarización disimula el coeficiente intelectual de los gestores políticos y su obstinada apuesta por la pereza. Inteligencia (artificial), menciona Jopson. La soga en casa del ahorcado, bis.
Al día siguiente hubo más actos. En el Palacio Real el Rey repartió toisones y luego se fue al Congreso a una tertulia. Habló en los dos lugares de manera anodina, sin fuerza, sin profundidad ni vibración ninguna. La elección de la fecha para las solemnidades institucionales es llamativa. De tres días de noviembre, el 21 es el único en que no pasó nada: solo la capilla de Franco ardiendo. El único valle entre los picos de la muerte y la proclamación. El paupérrimo modo de disimular al elefante de Botsuana en el cuarto. La tertulia en el Congreso tuvo también su momento pino. Fue cuando el periodista Fernando Ónega dijo de la reina Letizia y con voluntad de halagarla que hasta Jaime Peñafiel «muestra su admiración y su respeto hacia usted». Yo iba en un tren, viéndolo, y maldije que el pacato realizador no mostrara el rostro de la Reina estampado en el halago. En la tertulia, en la que solo la palabra de Juan Pablo Fusi dejaba algún eco, se aludió a menudo al carácter imperfecto de la Transición y a la conveniencia de no idealizarla. ¡Como obra humana que es! El cargante matiz da satisfacción al aire del tiempo. La «imperfecta transición» es ya la versión socialdemócrata del «régimen del 78». Hasta el Rey se adhirió: «Por supuesto, la Transición no fue perfecta».
Por supuesto, la Transición es la única obra maestra, ética y estética, de que pueden presumir los españoles recientes. Y ahí fue el insólito desfile perdonándole la vida, del Rey abajo y en pino puente.
(Ganado el 22 de noviembre, a las 13:41, y memorizando estas palabras de Muñoz Molina, para los ancianos, los enfermos, los discapacitados, los niños, las mujeres embarazadas, los pobres, los sintecho, las personas de alma frágil, una ciudad como Madrid es cada día más inhabitable. Hasta los pájaros y los perros huyen despavoridos del escándalo de los coches y las motos trucadas para irritar más los oídos. Los repartidores de paquetes o de comidas van de un lado a otro sin sosiego en la confusión del tráfico, en la prisa despiadada de las aceras. A las tiendas se les permite mantener a todo volumen la calefacción o el aire acondicionado y las puertas de par en par, con objeto de favorecer más aún el despilfarro de energía. Madrid ya solo es ciudad para Alberto González Amador, fot-li)
