NotMid 27/11/2025
OPINIÓN
Hay veces en las que una enfermedad sobrepasa la capacidad de defensa del sistema inmune. Ciertos patógenos son demasiado agresivos o resistentes para ser neutralizados con nuestras propias defensas biológicas.
Fleming descubrió por accidente la penicilina en 1928, marcando el inicio de la era antibiótica. Los antibióticos explican, en parte, la mejora significativa de la esperanza de vida en el planeta. Su uso ha traído otros problemas potenciales, pero esa es otra historia y no el foco de este análisis.
Las analogías entre el mundo biológico y el político deben tomarse con pinzas, pero pueden ser iluminadoras. Las sociedades no son organismos vivos, pero ciertos patrones pueden entenderse desde ese paradigma de ataque y defensa.
Venezuela lleva más de dos décadas luchando contra un patógeno autoritario que se incubó lentamente. Durante años, la sociedad venezolana enfrentó la amenaza, manteniendo en pie sus defensas democráticas: el voto, la protesta civil y la organización ciudadana. Lo hizo en gran medida sin apoyo externo, sola, mientras el ecosistema internacional miraba hacia otra parte, distraído por el derroche petrolero del régimen y por otras urgencias globales.
El 28 de julio de 2024 el país demostró que su respuesta inmune seguía viva y era capaz de enviar una señal inequívoca de aspiración democrática, incluso bajo represión.
Pero desmantelar una estructura que opera con soporte externo, financiada por economías criminales y resguardada por alianzas geopolíticas que le dan valor estratégico, exigió medios que ya no estaban al alcance de nuestras fortalezas internas. La patología terminó superando la capacidad autónoma de respuesta.
La sociedad venezolana ha mostrado, una y otra vez, que no renuncia a su dignidad. Su resistencia no es pasiva: ha incluido movilización, sacrificio, creatividad y persistencia moral. Sin embargo, debemos reconocer que hoy nuestro problema no puede ser resuelto únicamente con nuestros propios medios, porque los que poseemos ya no son los adecuados y los que necesitamos los tienen otros.
Por eso, si la ayuda externa llega —limitada, precisa y orientada a neutralizar la capacidad represiva y criminal que sostiene al régimen— no debe verse como un acto de injerencia. Debe entenderse como el “antibiótico” necesario, el último empujón de un proceso de lucha y recuperación que comenzó desde dentro y que solo requiere el soporte adecuado para completarse.
