NotMid 08/06/2025
OPINIÓN
ARCADI ESPAÑA
(Palabras) Cualquiera recuerda lo que José Luis Rodríguez Zapatero, cuya importancia histórica crece al ritmo de la decadencia española, dijo de las palabras y la política. Ahora el Tribunal Constitucional, por pluma de la redactora Inmaculada Montalbán, ha extendido decisivamente el apotegma. La ponencia que resuelve el recurso presentado por el Partido Popular contra la Ley de Amnistía sostiene que el sentido debe estar al servicio de la Justicia y no la Justicia al servicio del sentido. Para probarlo debo recordar los fatigosos hechos. En su primer pacto con los delincuentes nacionalistas, Pedro Sánchez decretó su indulto. Los delincuentes lo rechazaron. Exigían la amnistía, porque daban por hecho que no habían cometido delito alguno. Pero el Gobierno descartó concedérsela, aduciendo razones de inconstitucionalidad. Porque los hechos de 2017 fueron un ejercicio del —supuesto— derecho a la autodeterminación que la Constitución prohibía explícitamente.
Cuando en 1977 el Gobierno de Adolfo Suárez concedió la amnistía de todos los delitos cometidos en favor de la democracia, lo que amnistiaba, lo que borraba, lo que relegaba al olvido jurídico, era la dictadura. A partir de entonces fue imposible cometer esos delitos: España era ya una democracia. Como dictaban la lógica, el sentido común y el sentido de la justicia, sentidos que en algún momento fugaz fueron también patrimonio del Gobierno Sánchez, borrar retrospectivamente del ejercicio de la autodeterminación su carácter de delito suponía declararlo legal a futuro, algo imposible sin una reforma de la Constitución. Pero ante la perspectiva de perder el poder, el Gobierno perdió el sentido. Y cuando los nacionalistas le exigieron la amnistía, acabó concediéndosela. Era fácil comprender que los nacionalistas buscaban, políticamente, el sometimiento del Gobierno y en parte del Estado. Pero había también una razón jurídica. Si la amnistía superaba todos los trámites, acabaría creando jurisprudencia. Y si en el futuro se repetía un ejercicio cualquiera del derecho de autodeterminación, sus protagonistas podrían aspirar legítimamente a que se les aplicara idéntico beneficio. De modo que se había producido una paradoja ingobernable: ejercer la autodeterminación no era legal, pero tampoco delito.
El Tribunal Constitucional, empezando por su presidente, Cándido Conde-Pumpido, era y es consciente de la quiebra moral, política y jurídica que supuso aquella decisión del Gobierno. Obviamente, solo estaba obligado a reparar esta última. Y lo ha hecho. El procedimiento que se desprende de la infausta ponencia de doña Montalbán es puramente asombroso. Consiste en convertir la amnistía en un indulto, enfatizando su capacidad de perdón y negando su propia raíz amnésica. El desprecio a la razón y al sentido es aún más insoportable al observar sus esfuerzos, al alimón con la Abogacía del Estado, por distinguir el indulto de la amnistía cuando necesitan alejar conceptualmente la amnistía de la prohibición constitucional que pesa sobre los indultos generales.
Puedo entender las intenciones de la mayoría de miembros del Tribunal Constitucional. En cualquier rincón del Estado o de la sociedad hay personas convencidas de la necesidad de una política apaciguadora con el nacionalismo. Y ese criterio es el de la actual mayoría de miembros del Alto Tribunal. Su convencimiento es que la declaración de inconstitucionalidad de la amnistía supondría agravar drásticamente la convivencia. Piensan, además, que la democracia española, que venció a ETA, ha vencido también al independentismo catalán. Y que se puede permitir el lujo del perdón y del olvido. Este sostenido criterio es, a mi juicio, el responsable principal de la crisis española, y el que provoca que el nacionalismo sea el primer agravante estructural de los profundos problemas españoles.
Más desmoralizador aún que este punto de vista es el método que el Tribunal ha empleado para hacerlo valer. La ruina del sentido es un problema nuclear de las democracias. Algunas de ellas, como la americana o la española, se resienten especialmente. De la ruina española participan políticos y periodistas, fieles, casi fanáticos, seguidores de la ruta que abrió Zapatero. El Proceso catalán fue un ejemplo canónico de la quiebra de las palabras: baste decir que la usurpación de derechos fundamentales de los ciudadanos fue presentada por sus autores como un dignísimo ejercicio democrático. Por desgracia, la sentencia del Supremo que los condenó no fue por completo ajena a ese retorcimiento y baste recordar aquella palabra clave —y claveteada— ensoñación. La última posibilidad estaba en el Tribunal Constitucional. A él correspondía resolver la paradoja ingobernable. Su deber era demostrar que no hay Justicia sin sentido. Y que cuando un tribunal desborda y pervierte el sentido de las palabras habilita un poder arbitrario. El tipo de poder que infecta España.
(Imágenes) Las fotos de Marisa Flórez en la sala Canal de Isabel II. Adolfo Suárez, más que solo, abandonado en el banco azul del Congreso. Alberti y La Pasionaria, bajando con extremo cuidado por la escalera del hemiciclo como si fueran a caerse o fueran a matarles. Una fila de periodistas, en el Congreso terminal de UCD, pegando la oreja a una pared, para tratar de oír lo que están diciendo al otro lado. Felipe dándole fuego a Adolfo, que gobierna, en La Moncloa. Y Susana Estrada, su teta derecha a Tierno. Una de Zapatero en un mitin, cayéndole miles de papelillos colorainos y volanderos, inaugurando una época moral. Y la que le hizo a Marisa su compañero Chema Conesa, un oficio, un mito y una belleza: por el arcén de una carretera camina una mujer joven colgada de tres cámaras.
La Transición y sus aledaños son el paisaje principal de la exposición. La reacción es inmediata y convencional. Hace años, Roberto Cabeza, un científico de la Universidad de Duke, especialista en la ciencia de la nostalgia, me explicó lo que estaba sucediendo en mi cabeza: «A medida que las personas envejecen se incrementan las conexiones funcionales entre la amígdala, asociada a las emociones, y el lóbulo frontal, que se asocia al control de los fenómenos cognitivos». Como escribí entonces, «el lóbulo frontal filtra las emociones negativas de la amígdala, dejando el recuerdo bañado de la luz característica de las películas del cineasta Garci. Un fenómeno de protección, de pura estrategia de supervivencia». Y esa es la luz que desprende la exposición de Marisa para el que vio esas fotos antes de hacerse. La nostalgia tiene otro rasgo, este cultural, que la hace adictiva. Siempre presenta unos hechos acabados, que tienen sentido, a diferencia del presente en marcha, abierto y tenso, o del futuro incognoscible. El pasado es siempre una novela. Tiene esa luz de amígdala atenuada y esa semántica cerrada.
Esforzados bobos insisten a cada ciclo menstrual en la necesidad de desmitificar la Transición. Cuentan los accidentes de tráfico y concluyen que fue una época muy sangrienta. Y es que no había cinturón de seguridad. No merecen mayor atención. Lo que voy pensando mientras paso por las fotos de Marisa, e incluso mientras hablo con ella, gracias a una coincidencia feliz, es que la reivindicación cíclica del espíritu de la Transición también es un error. Estas fotos explican mejor que nada la excepcionalidad absoluta de aquellos años. Y formando parte de ellas hay una serie que son la excepción misma. Lo que la autora ha llamado «El retorno del último exiliado». Es decir, el traslado desde el MoMA de Nueva York al Casón del Buen Retiro del Guernica de Picasso. El Guernica encapsulado en aquella inverosímil urna de cristal, convertidos cuadro y urna en la metonimia del retorno democrático. La Transición ni siquiera puede reivindicarse, porque es inseparable de la Guerra Civil y del franquismo. Nada de semejante excepción puede proyectarse sobre los días corrientes. Ni puede ni debe. La Transición pasó. Como un cometa Halley. Pero aquella chica de la carretera atrapó su luz.
(Ganado el 7 de junio, a las 10:34, asombrado de que la mala educación de los pinganaos sea un legítimo gesto político y que la simétrica, orgullosa y necesaria respuesta de Isabel Díaz Ayuso sea solo mala educación)