Esta es la tierra del realismo mágico, dicen. Yo ya no estoy tan seguro. Para los novelistas autóctonos empieza a ser difícil competir con un país que presume de causar la envidia energética del mundo poco antes de fundirse enteramente a negro.
NotMid 03/05/2025
OPINIÓN
JORGE BUSTOS
No puedo creer lo que cuentas que pasó. Acá sería impensable. Por la mañana nos llevaron al cerro de Monserrate, contiguo al cerro de Guadalupe: la ciudad se derrama a sus pies hasta donde alcanza la vista. Los bogotanos los llaman cerros con un punto de ironía, porque forman más bien una cordillera frondosa a tres mil metros sobre el nivel del mar que ciñe la extensión caótica de Bogotá con una corona verde. No fue fácil llegar hasta arriba porque los indígenas se toman muy a pecho la fiesta obrera del primero de mayo. El presidente Petro los necesita en la calle bien movilizados; quiere decirse inmovilizando a todos los demás. Llegaron veinte mil del Cauca y acamparon en el campus de la Universidad Nacional antes de montarse en sus chivas engalanadas, guerrilleras y contaminantes. Cortaban carreteras ondeando la minga bicolor y blandiendo varas de mando, revolucionarios exitosos por un día.
Nuestro conductor varió el rumbo y rebasó el mercado bíblico de Paloquemao y el barrio de tolerancia de Santa Fe, en cuyas cuadras se ofrecen a plena luz transexuales aparatosos y drogas aún por catalogar. Nos desviamos hacia La Candelaria, el barrio colonial, antes de que lo tomaran los manifestantes. En cada esquina del Parque de los Periodistas vimos una pareja de militares bien armados: a ti te resultaría difícil conciliar el calibre intimidatorio de sus fusiles de asalto con las mejillas perfectamente maquilladas de las mulatitas veinteañeras que los portaban. En la plaza del Chorro de Quevedo, con su pilón de piedra y su ermita blanca, erigió las trece chozas primigenias don Gonzalo Jiménez de Quesada. Corría el año del Señor de 1538, y por aquel entonces el soroche se tenía por ventaja defensiva antes que como inconveniente a la hora de fundar capitales. Yo no me mareé, pero sí Juan Claudio. Incluso probé la chicha que compró Granés, un espeso zumo fermentado que recuerda a sidra tibia y que los indígenas beben hasta perder el habla. Es lástima, porque cualquier colombiano habla como un ángel.
Gabo detestaba Bogotá por el talante arriscado de sus habitantes, tan opuesto al perpetuo apetito de cumbia que impera en la costa. Algo parecido pasa con Cuzco y Lima en Perú. Pero a mí me pareció muy simpática la santandereana (el Santander colombiano engendra su propio gentilicio) que me vendió unas hormigas culonas con propiedades presuntamente afrodisíacas. Sé que el vértigo aumenta con la edad, pero te juro que la cabina del teleférico no oscilaba ni un poquito. Y merece la pena la vista desde el santuario.
Ya en el recinto ferial, que a eso veníamos, me asombró el gentío que amenazaba con desbordar el aforo. La Feria Internacional del Libro de Bogotá impugna alegremente tu anticuada fe en el carácter solitario de la literatura. Es verdad que en el bazar babilónico de la Filbo se venden juguetes, cuadros, perritos calientes, salchichas alemanas, katanas japonesas, viajes al Caribe, figuritas de Disney, caramelos de coca y hasta libros. Y es verdad que en sus pabellones uno puede seguir una disertación sobre el eurocomunismo en la vida de Jorge Semprún, rastrear nuevas legitimidades lacrimosas en los pueblos originarios o explorar el propio cuerpo como territorio de aprendizaje. Incluso es posible enterarse de que junto al ordenador de Aramburu hay un cactus cabezón que se llama Mendizábal y que representa al común de los lectores, que es precisamente el lector ideal de Aramburu. Pero la gente viene acá sobre todo a comprar libros, y hace cola para que se los firmen sus autores. Se diría que Colombia es un pueblo de lectores; no como España, donde todos sois escritores. La bandera española, por cierto, ondea entre la de Irán y la de Palestina. Y eso que España es el país invitado de esta edición. Otra sutileza diplomática de vuestro Albares, cabe suponer.
Esta es la tierra del realismo mágico, dicen. Yo ya no estoy tan seguro. Para los novelistas autóctonos empieza a ser difícil competir con un país que presume del mejor modelo energético del mundo poco antes de fundirse enteramente a negro durante doce horas, y con unos escritores oficiales que salen en tromba a aplaudir la oscuridad. Ni siquiera Petro consiguió algo semejante: ser un cero energético a la izquierda. El gran apagón español ya es la envidia de Macondo. No me extraña que ahora proliferen allá escritores oficiales que salen a aplaudir vuestra oscuridad.