NotMid 03/09/2023
OPINIÓN
JOAQUIN MANSO
El 17 de noviembre de 2004, un presidente del Gobierno de España compareció por primera vez ante el Senado para responder en una sesión de control. Diecinueve años después, aquella intervención constituye un hito fundacional. Era José Luis Rodríguez Zapatero y fue entonces también el primero en contribuir desde el poder a cuestionar los consensos de la Transición sobre la naturaleza y estructura del Estado: ése fue el día en que dijo que el concepto de «Nación española» del artículo segundo de la Constitución es «discutido y discutible».
Fue, por tanto, el instante inaugural del proyecto estratégico de poder dirigido a construir una mayoría hegemónica permanente entre el PSOE y los nacionalismos, y a excluir a la derecha de participar en la gobernabilidad del país, exportando el modelo puesto en práctica un año antes por el PSC en el Pacto del Tinell.
La fórmula recuperó su vigencia en 2018 cuando Pedro Sánchez llega al poder a través de la moción de censura y, además, turboalimentada por Podemos y el resentimiento de los mismos partidos que protagonizaron el 1-O tras frustrarse las expectativas generadas por el zapaterismo, convertidos ya en enemigos declarados de la Constitución.
El bloque, ampliado con la normalización de Bildu, se sostiene gracias a la polarización que provocan la alimentación recurrente de los factores históricos y emocionales que le sirven de cohesión, que hunden sus raíces en la República y el antifranquismo -la atávica aversión a la derecha-, con el consiguiente vaciamiento de la centralidad y el deterioro de la cultura política compartida; el deslizamiento hacia inclinaciones populistas de izquierdas de todos -y hay que subrayarlo: todos- sus componentes; y el tensionamiento institucional y el debate permanentemente abierto sobre la estructura territorial del Estado y la propia existencia de España, «nación de naciones» o ni siquiera eso.
Sánchez dio por convalidada esta estrategia el 23-J con tres palabras: «Somos muchos más». Productos naturales de su desarrollo y actualización, y anticipo de su continuidad, son los acuerdos para cerrar la Mesa del Congreso: el uso de las lenguas cooficiales simboliza el apresamiento de la política española por los nacionalismos y las comisiones de investigación consolidan el intento de deslegitimar determinados elementos neurálgicos del Estado.
La amnistía, primero de los precios para incorporar a la alianza al prófugo Carles Puigdemont, será un salto cualitativo que tendrá un coste moral incalculable y dificultará aún más la existencia de espacios comunes de entendimiento: pervierte los principios de separación de poderes y de igualdad ante la ley, pero, sobre todo, envía un mensaje tóxico de desautorización hacia la propia democracia española y las instituciones que respondieron al procés.
La propuesta de desbordamiento constitucional del PNV le reafirma como miembro basilar de ese bloque. Agotado el margen de descentralización competencial y acotados los límites para el reconocimiento identitario en la sentencia del Constitucional que interpretó el Estatut y, por si fuese ya poco privilegio el Concierto, el lehendakari plantea rebasar la Constitución a través de un procedimiento alegal sin contar con el Congreso: la «plurinacionalidad» que describe falsifica la Historia, niega la propia Nación española y configura una arquitectura institucional y financiera asimétrica que consagra a las «comunidades históricas» como confederaciones extractivas y destruye el principio de solidaridad y la igualdad entre los españoles.
Éste es el diagnóstico: un frentismo, como lo llamó Isabel Díaz Ayuso. No siempre parece que el PP tenga claro que se enfrenta a eso. Alberto Núñez Feijóo acertó esta semana al presentarle a Pedro Sánchez seis grandes pactos de Estado que evidencian que existe una alternativa sensata y moderada a la anomalía democrática de partir el país en dos bloques para hacer descansar la gobernabilidad en quienes pretenden su destrucción: si es así, es por la voluntad unilateral de Sánchez de que así sea. También hizo Feijóo un buen discurso posterior, en torno a su compromiso con la igualdad entre los españoles, porque eso es lo que ahora está en juego. Ya lo mencionó en su entrevista el pasado domingo con EL MUNDO.
En ella anunciaba también que reforzará el PP del País Vasco, quizá incluyendo una renovación de su liderazgo, para competir electoralmente con el PNV. Esta afirmación sugiere que el acercamiento a los nacionalistas vascos no respondería a la convicción real de que haya alguna opción de que puedan hacerle presidente, sino a una estrategia de desgaste que retrate que el aparente posibilismo institucional del PNV no es otra cosa que una impostura, que ha dejado de ser un dique de contención al radicalismo de Bildu y ha acabado arrastrado por él, y que forma parte de un frente que impulsa políticas culturales, sociales y económicas contrarias a los intereses de su base social y del aparato de poder que lo rodea.
Pero el PP ha cometido estos días algunos errores de diagnóstico graves. Las respuestas más asombrosas a la propuesta «plurinacional» de Iñigo Urkullu no fueron las que surgieron desde el Gobierno, sino las llamativamente comprensivas del portavoz popular Borja Sémper o del presidente de Galicia, Alfonso Rueda, sin que quede claro si lo hicieron por pura desorientación, por la cobardía de no incomodar ahora al PNV o porque verdaderamente creen que el PP puede participar de ese marco. El tono de la oposición contundente que debería corresponder al partido en ese asunto es el que verbalizó, en cambio, Jorge Azcón.
Más riesgo para la cohesión interna y para la percepción de su liderazgo ante una buena parte de su opinión pública podría tener la contumacia de Feijóo en el tacticismo de dialogar con Junts como si, efectivamente, fuera el partido de centroderecha autonómico que firmó aquel pacto en 1996 en el Hotel Majestic. No lo es: es una formación antidemocrática que nació por y para el golpe. Es evidente lo que se trata de escenificar, pero el coste de legitimar institucionalmente a Junts, mientras Puigdemont sigue reivindicando la subversión constitucional de 2017, es demasiado alto en términos de credibilidad, porque equivale a exhibir que los principios y escrúpulos tienen también un precio en el PP, aunque sea otro.
Feijóo irá a la investidura con 172 diputados, sin que sea imaginable ahormar una mayoría coherente de 176, porque Vox surgió de la tibieza del PP con los nacionalismos y sabe lo que en esta coyuntura valen sus 33 escaños. Esto no significa que vaya a perder el tiempo: tiene la oportunidad de cargarse de autoridad moral si su discurso tiene una altura política inspiradora e incontestable que muestre un proyecto alternativo de convivencia y gobernabilidad, que supere el frentismo y ofrezca soluciones eficaces a las preocupaciones de los españoles. Será el primer acto del líder de la oposición con más poder de la historia, si se apoya en los 12 gobiernos autonómicos que son su mayor fortaleza. Sánchez gobernará al frente de un partido devastado territorialmente y tendrá que pasar un quinario cada vez que necesite una mayoría dentro de un bloque centrífugo, cuyos miembros se enfrentarán muy pronto en sus elecciones autonómicas. Y son muchos los millones que creen en España, nación de ciudadanos.