La presidencia de Von der Leyen se ha caracterizado por la renuncia al ejercicio de la función de vigilancia que compete a la Comisión
NotMid 10/08/2025
OPINIÓN
MANUEL ARIAS MALDONADO
Tras cerrarse el acuerdo comercial entre la Unión Europea y los Estados Unidos de Donald Trump, cuya competencia para decidir al respecto sin concurso del Parlamento federal ni siquiera está demasiado clara, han llovido las críticas sobre Ursula von der Leyen: se le reprocha haber capitulado ante el gigante americano sin plantear batalla. Y eso no lo dicen solamente la derecha populista y la izquierda radical, sino también algunos políticos moderados -entre ellos el primer ministro francés- e ilustres miembros de la intelligentsia continental. Los países que colocan menos productos en el mercado norteamericano, en cambio, parecen conformes: el llanto va por barrios.
Sorprende, con todo, que se acuse a Von der Leyen de hacer aquello que jamás habría podido hacer sin mandato de los países miembros: la UE es un club de Estados y no una organización gobernada por tecnócratas. Le pasa lo que a la organización anarquista que retrata Chesterton en El hombre que fue jueves: si quienes mandan en Europa se quitaran las máscaras, veríamos el rostro familiar de Merz, Macron o Meloni. Hay matices: ni todos los países miembros disfrutan del mismo poder decisorio (como es lógico si comparamos a Chipre y Alemania), ni todas las Comisiones son iguales (ya que la presidencia goza de cierta autonomía). De ahí que la personalidad de quien ostenta la presidencia se deje notar: ni Delors es Juncker, ni Juncker es Von der Leyen.
Sucede que la presidencia de la alemana se ha caracterizado por la renuncia al ejercicio de la función de vigilancia que compete a la Comisión allí donde es importante mantenerla: en la validación de los planes presupuestarios de los países miembros, en el impulso a la libre competencia, en la exigencia de respeto al acervo europeo. Descontando los casos de Hungría y Polonia, villanos oficiales, a Von der Leyen le ha preocupado más llevarse bien con los dirigentes europeos que señalarles sus contradicciones o denunciar sus incumplimientos.
Nuestro país es un caso de libro: los fondos europeos se gastan con opacidad y las reformas pactadas a cambio de su concesión apenas se han llevado a cabo. Para colmo, Bruselas dio por buena la delirante reforma del sistema de pensiones y nada dijo cuando se despidió al director del INE. Súmese a ello una querencia por la sobrerregulación que parece ignorar la creciente distancia que nos separa de la economía norteamericana y el resultado se parece más bien a una capitulación interior: ahí nos duele.