Sánchez es el adversario que mejor ha sabido despertar las contradicciones y complejos que anidan en la derecha, particularmente en el PP, que es el partido que recoge la tradición política de los consensos constitucionales en torno a una ética democrática.
NotMid 21/05/2023
OPINIÓN
JOAQUÍN MANSO
Cada una de las novedades que presenta Federico Jiménez Losantos acaba acogiéndose al tópico del «fenómeno editorial de la temporada». Por la agudeza de su mirada crítica y su estilo mordaz e implacable, desde el posicionamiento transparente y sin concesiones que ya emite desde esRadio. También sucederá así con El retorno de la derecha, un ensayo que traza una radiografía social e intelectual de la derecha española, pero sobre todo la crónica periodística vibrante de todo lo que ha ocurrido en ese espacio desde la moción de censura, con el detalle que sólo puede permitirse su insider más influyente. El retrato emocional de la fragilidad de Pablo Casado es extraordinariamente vívido en las conversaciones mano a mano que anticipan su fracaso y se revelan en el libro.
La tesis que sostiene Federico, como le contaba él mismo a Jorge Bustos en su magnífica entrevista del lunes, es que en España «la derecha política se avergüenza de su base social, porque le han hecho avergonzarse de ella», situando el origen del trauma en la República. Y enumera cuatro grandes crisis de la derecha en 45 años de democracia: la de UCD; la de AP en los 80; la de 2018 durante y tras la moción de censura, y la de 2022 que terminó con la abrupta salida de Casado por sus acusaciones infundadas contra Isabel Díaz Ayuso. Cuatro en más de cuatro décadas, pero de ellas la mitad en sólo cinco años con Pedro Sánchez en el poder.
No es una coincidencia. Alberto Nuñez Feijóo lo está viviendo ahora: Sánchez es el adversario que mejor ha sabido despertar las contradicciones y complejos que anidan en la derecha, particularmente en el PP, que es el partido que recoge la tradición política de los consensos constitucionales en torno a una ética democrática. Su determinación proteica por el poder confiere al presidente una resiliencia sin precedentes. Su flexibilidad moral y su desparpajo para construir con formaciones disolventes un bloque de futuro que introduce sin ambigüedades la radicalidad en el modelo de sociedad, institucional y territorial desconcierta tanto al PP que lleva cinco años buscando su discurso. El diagnóstico debería partir de la comprensión de que el liderazgo de Sánchez ha conducido a muy buena parte de las bases del PSOE a considerar más tóxicos y despreciables los acercamientos a los partidos que defienden la Constitución que los acuerdos estructurales con los que pretenden destruirla, aunque lleven terroristas en sus listas.
Lo hemos visto esta semana. Sin duda el impacto de las candidaturas de Bildu tendrá consecuencias en el resultado electoral del próximo domingo, con todo imposible de anticipar por la máxima igualdad que reflejan las encuestas, pero Sánchez lo afrontó mirándolo de frente. Su doble sesión parlamentaria debe leerse como si hubiese sido una sola: el martes en el Senado utilizó el tono más crispado para espetarle a Feijóo que «el PP hizo todo lo posible para que el Gobierno socialista no acabara con ETA» y patrimonializar en el PSOE el final de la banda; el miércoles en el Congreso se dirigió dulcemente a Mertxe Aizpurua para decirle sin elevar la voz que Bildu se había «equivocado» al incluir a etarras en sus listas y, acto seguido, emplazarle a seguir siendo socios: «Espero que podamos contar con el apoyo de su grupo».
Y así nuevamente esa exhibición de convicción acabó trasladando la división hacia el PP, atizando con ayuda de la Fiscalía General del Estado un debate interno sobre la posición que debería adoptar el partido sobre la ilegalización de Bildu que apoya estudiar Ayuso. En uno de los informes externos que ha encargado Génova, puede leerse que «es difícil», entre otros motivos porque el Constitucional analizaría sus actividades y «el núcleo de su defensa» estaría, «gracias a Sánchez», en su condición de «elementos imprescindibles para la gobernabilidad» que han sacado adelante «grandes temas de carácter social».
Durante su monólogo del jueves en Onda Cero, Carlos Alsina rescató unas declaraciones de Sánchez en mayo de 2018, al día siguiente de que ETA anunciase su disolución. Gobernaba aún Mariano Rajoy. El hoy presidente situaba el mérito del final de la banda en «la unidad de todos los demócratas y de todos los partidos políticos» y añadía que «la tarea de los demócratas es no permitir que el movimiento social que creció a la sombra de ETA imponga su relato». Hay que tener cuajo. En aquel momento, la sensibilidad ciudadana estaba fuertemente influida por el consenso en la aplicación del artículo 155 en Cataluña y la política unitaria frente a los independentismos. Sólo cuatro semanas después, Sánchez lo hizo saltar por los aires en la moción de censura. El tránsito de cinco años entre los entrecomillados de este párrafo y los que pronunció esta semana en el Senado y en el Congreso es el resumen de una legislatura larga de polarización dedicada a reescribir el pasado para rehabilitar a sus socios de futuro ERC y Bildu.
En El retorno de la derecha, Federico sitúa también uno de los problemas habituales y sucesivos de la derecha durante la democracia en «la coincidencia, o no, de liderazgo y de proyecto». Derogar el sanchismo es un buen eslogan que sintetiza el anhelo de desterrar el frentismo, las ortodoxias morales y el intervencionismo resentido. Pero un proyecto regenerador de modernidad liberal tiene que presentar también un combate intelectual que reivindique la tolerancia social y la pasión por la convivencia, la economía abierta y el liderazgo innovador de la sociedad civil, la educación orientada al valor añadido, la ambición ilusionante de país que haga frente a los marcos culturales de los nacionalismos centrifugadores. Feijóo cuenta con el modelo de Ayuso y el de Juanma Moreno. Queda una semana para saber si son muchos más.