El descubrimiento de que García Ortiz ha escogido para defenderse la estrategia más lesiva posible para su propia reputación nos permite descartar ya que estemos sólo ante una declaración de resistencia: es un acto de abierto desafío a la Justicia
NotMid 22/12/2024
OPINIÓN
JOAQUÍN MANSO
El socialista António Costa dimitió como primer ministro de Portugal tras verse envuelto en un caso de corrupción. Era inocente, como pronto se supo, y es hoy flamante presidente del Consejo Europeo. Pero entonces renunció al poder, de un plumazo, porque “la dignidad del cargo es incompatible con la apertura de una investigación”. “Mi obligación es también preservar la dignidad de las instituciones democráticas”, fue lo que dijo. Esta decisión lúcida y admirable de Costa establece un antecedente de naturaleza moral que constituye por sí solo un principio moderador de la política portuguesa.
La distinción no escrita entre la responsabilidad política o ética y la penal forma parte de la medida de la calidad de una democracia. En España hemos pasado de la disociación total, que provocaba una atmósfera asfixiante como la que se llevó en pocas horas por delante a Máxim Huerta, a la confusión absoluta, promovida desde el poder para aplicarla arbitrariamente, sin sujeción a ningún principio sino a la pura conveniencia.
Es una trampa populista cuyo objetivo es complicar la rendición de cuentas: se prescinde de la confianza, de la eficacia y de la ética pública como criterios para responder ante el ciudadano y se sustituyen por el proceso extraordinariamente exigente de fijación de los hechos ante un órgano judicial. Se polariza la sociedad y se tensionan las instituciones. Se judicializa la política y se politiza la Justicia.
La actitud de Costa es absolutamente inhabitual y la inclinación natural de los dirigentes políticos es aferrarse al cargo. La aportación asombrosa de nuestro país a este debate clásico de la ciencia política era hasta ahora la resistencia numantina a asumir cualquier responsabilidad individual, frente a toda evidencia, de aquel que por su posición tiene encomendada ni más ni menos que la promoción imparcial de la acción de la Justicia en defensa de la legalidad y de los derechos ciudadanos.
Sobre el fiscal general pesa una sospecha fundada en hechos incontrovertidos, razonable para cualquier ciudadano medio, de haber utilizado un pilar del Estado en una operación contra una adversaria política llevándose por delante los derechos de un ciudadano precisamente cuando más precisan de su tutela, que es cuando está sometido a un procedimiento judicial. Así es por el filtrado previo de su expediente tributario tras pasar por su mano derecha; por la utilización para recibir la confesión reservada de un correo personal, práctica prohibida porque impide seguir su rastro, al contrario de lo que sucede con la cuenta corporativa; por los horarios coincidentes entre sus frenéticas solicitudes y las consiguientes publicaciones; por su expresada vocación política: “Nos van a ganar el relato”; en fin, por la aparición a primera hora de la mañana del correo prohibido en el Palacio de La Moncloa para ser arrojado contra Isabel Díaz Ayuso.
Hasta ahora podíamos esperar que en algún momento fuese consciente del daño a la credibilidad de toda la Fiscalía, que se rige por el principio de jerarquía. Hasta ahora, que más pronto que tarde asumiera que la supervivencia de las instituciones que sostienen el Estado de Derecho no depende sólo de su naturaleza sino principalmente de la conciencia moral de los concretos individuos que las encarnan. El descubrimiento de que Álvaro García Ortiz ha escogido para defenderse la estrategia más lesiva posible para su propia reputación, que es el borrado total de su teléfono móvil cuando sobre él se cernía la investigación, nos permite descartar ya que estemos sólo ante una declaración de resistencia: es un acto de abierto desafío a la Justicia y de alineamiento militante en ese objetivo, y como tal fue celebrado por Pedro Sánchez.
Nada obligaba al fiscal general a efectuar un borrado de su teléfono móvil. La invocación de una instrucción sobre protección de Datos que para nada es aplicable es algo peor que una excusa: es una expresión de cuajo. La decisión de no conservar sus mensajes es deliberada y estrictamente personal, cuando conocía desde el comienzo la intención de la pareja de Ayuso y del colegio de Abogados de promover una investigación: ¿si no cometió ningún delito, qué problema había en ofrecer indicios exculpatorios? ¿si sólo se trataba de desmentir un bulo, qué contenido y qué interlocutores tenía en los concretos mensajes referidos a este asunto que convertían en imperativo hacerlos desaparecer?
Así pues, la Guardia Civil no ha encontrado restos de sangre en la escena del crimen, pero sí concluye que alguien ha frotado el suelo a fondo con lejía y salfumán. El vaciado el teléfono móvil del fiscal general es un hallazgo equivalente. Y en esta, como en cualquier otra investigación, se tratará como lo que es: un indicio incriminatorio, al menos hasta que él mismo ofrezca una explicación alternativa a las acusaciones que se le hacen. El jolgorio con el que el Gobierno recibió la noticia del borrado puede entenderse desde el alivio de que no hubiera algo peor o desde la estrategia de “celebrar un gol en contra para generar confusión y que parezca a favor”, según la acertada elocuencia de Vicente Vallés.
Y sí, pero no solo. La agresiva intervención de Sánchez para proclamar que “no existen pruebas” se ajusta al diagnóstico con el que nuestro Manuel Arias Maldonado abre su brillante ensayo (Pos)verdad y populismo: “La democracia se convierte en el escenario de una lucha de poder donde la deliberación racional es sustituida por la movilización afectiva y donde la verdad solo es uno de los disfraces de la mentira”. Solo es verdad lo que aprovecha a los nuestros: también la Verdad inobjetable puede ser tratada de bulo si eso es lo que nos conviene. Lo que hace el líder es establecer la idea preconcebida que ahora tendrán que configurar los redactores de hechos alternativos. “No existen pruebas” así que el fiscal general es inocente. No hay prejuicio más perverso que la convicción de que la desinformación siempre son los otros.