Tanto el partido como el Gobierno generan la percepción de que protegen más a los suyos que a las posibles víctimas
NotMid 04/12/2025
EDITORIAL
La reacción del Gobierno ante el caso de Francisco Salazar se ha instalado en una negación tan calculada como insostenible. Mientras en Moncloa se actúa como si nada hubiera ocurrido, el goteo de informaciones -las denuncias anónimas de trabajadoras contra Francisco Salazar, su posterior «desaparición» del canal interno y las excusas técnicas ofrecidas después- ha abierto un boquete político que Pedro Sánchez no logra cerrar. El silencio y la opacidad son incompatibles con la «tolerancia cero» que el PSOE ha enarbolado durante años como bandera identitaria frente a un problema cuyas dimensiones son imposibles de obviar: casi 2 millones de mujeres mayores de 16 años y residentes en España afirman haber sufrido violencia física por parte de su pareja en algún momento de su vida, mientras que en el último año se produjeron 378.907 agresiones sexuales, según datos de la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2024 elaborada por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género en colaboración con el INE.
Resulta especialmente significativo el zigzag discursivo de dos ministras clave. El lunes, Ana Redondo se jactaba de haber dado una respuesta «ágil, contundente y rápida». Dos días después calificaba de «asquerosos, deleznables y de machismo del más alto nivel» los comportamientos atribuidos a Salazar. Ese reconocimiento explícito implica admitir la extrema gravedad de los hechos. Y, por tanto, la obligación política de actuar. Lo mismo sucede con Pilar Alegría, fotografiada en una comida con Salazar tras su cese en Moncloa y en Ferraz, pero que ahora afirma que las expresiones de éste le resultan «vomitivas». Si consideran que hubo comportamientos intolerables, ¿por qué no se activaron los protocolos? ¿Por qué no fueron atendidas las denunciantes durante cinco meses?
La contradicción es doblemente lesiva: para las mujeres afectadas y para la credibilidad del propio Gobierno. Porque al mismo tiempo que las ministras verbalizan su repulsa, el partido insiste en que el sistema funcionó correctamente. El resultado es una disonancia que erosiona aún más el relato feminista del PSOE, ya debilitado por precedentes demasiado recientes: las conversaciones sobre prostitutas enmarcadas en el caso Koldo, el escándalo de las pulseras antimaltrato, cuyos fallos fueron ocultados durante meses; o la desastrosa ley del sí es sí, que terminó en rebajas de penas para agresores sexuales y excarcelaciones.
Que las denuncias contra Salazar se borraran del sistema interno -aunque luego se atribuyera a un fallo automatizado- añade una sombra inquietante. Tanto el partido como el Gobierno generan la percepción de que protegen más a los suyos que a las posibles víctimas. Una sensación que es indisociable del creciente desapego del electorado femenino hacia el PSOE.
Alberto Núñez Feijóo ha aprovechado la fractura abierta para reclamar, con razón, medidas de endurecimiento penal -como extender la prisión permanente revisable a violadores reincidentes– y para acusar al PSOE de «no defender» a las mujeres.
La violencia contra la mujer exige rigor, transparencia y eficacia institucional. Nada de eso se ha visto en la gestión del caso Salazar ni en la política supuestamente feminista del Gobierno. Y el coste político será proporcional a la brecha que el propio PSOE ha abierto entre su discurso y su conducta.
