NotMid 15/12/2025
OPINIÓN
Algunos siguen promoviendo la idea de que la vía más “práctica” para Venezuela pasa por la Realpolitik del acomodo: negociar una permanencia temporal de Nicolás Maduro, aceptar una supuesta transición administrada por el propio régimen y confiar, ingenuamente, en que ese proceso abra la puerta a un cambio político real. Es, dicen, la opción menos deseable, pero la única “posible”; la estrategia “realista”.
Esta tesis se sustenta en una premisa engañosa: que la política está determinada, casi mecánicamente, por los hechos objetivos del presente. El cálculo se reduce a sumar y restar correlaciones de fuerza, control institucional y apoyos internacionales para arrojar un resultado inamovible. Frente a esta supuesta aritmética, la tarea del liderazgo no sería transformar la realidad, sino adaptarse a ella, gestionarla y extraer el máximo beneficio de lo que ya está dado.
Sin embargo, la historia política —en Venezuela y fuera de ella— demuestra que los grandes quiebres democráticos nunca nacen de una lectura lineal y pasiva del momento. La política no es un espejo que refleja la realidad: es, esencialmente, una disputa permanente por definirla. Quien acepta el marco conceptual impuesto por el poder autoritario, sin más, inevitablemente termina administrándolo. Desde esta perspectiva, la pregunta crucial no es qué permite la realidad hoy, sino quién la está moldeando.
Aquí es donde irrumpe la propuesta de María Corina Machado. Ella ha encarnado una tesis radicalmente opuesta: que el punto de partida de la política democrática no puede ser la resignación estratégica, sino la firme afirmación de un horizonte distinto. No es que ignore las restricciones del poder; es que comprende que aceptar esas restricciones como límite último equivale a legitimarlas y perpetuarlas. Su apuesta ha sido deliberadamente incómoda: no busca acomodarse a la Venezuela que el chavismo produjo, sino forzar la emergencia de otra.
Muchos le critican no ser “realista”. Pero es imperativo hacer una pausa: ¿qué clase de realismo es este? ¿Aceptar que una dictadura que ha perdido elecciones administre una supuesta transición? ¿Confiar en que un poder que ha demostrado una vocación sistemática por perpetuarse se convierta, por cálculo o cansancio, en garante del cambio?
Existe una forma de realismo político que, bajo la apariencia de prudencia, es en realidad una renuncia anticipada. Confunde la mera correlación de fuerzas con el destino, olvidando que las correlaciones de fuerzas también se construyen, se desafían y se modifican a través de la acción política.
La democracia no avanza cuando el liderazgo se limita a administrar lo ya posible, sino cuando amplía el campo de lo posible. Esto exige ideas claras, una inquebrantable claridad moral y la disposición al conflicto político real —no violento—, aquel que obliga a los actores a definirse y hace visible el verdadero costo de la tiranía.
La estrategia de Machado ha sido, en ese sentido, profundamente política: insistir en que el problema venezolano no es de administración de una crisis, sino de legitimidad del poder; que no se trata de negociar tiempos, sino de disputar el sentido mismo de la autoridad. Al hacerlo, ha logrado modificar percepciones internas y externas, elevando el costo de la normalización autoritaria y desplazando el eje del debate hacia la exigencia de un mandato popular limpio.
Nada de esto garantiza un desenlace inmediato. Pero sí plantea una verdad incómoda para los defensores del “mal menor”: no existe transición democrática viable si el punto de partida es aceptar como árbitro a quien falseó las reglas y destruyó el juego.
Paradójicamente, lo más “realista” en política suele ser aquello que, en su momento, parece ir frontalmente contra la realidad establecida. Apostar por ideas que hoy no encajan en el presente es, muchas veces, la única manera de evitar quedar irremediablemente atrapados en él.
La política no es solo el arte de leer el mundo tal como es. Es, sobre todo, la voluntad de imaginarlo distinto y la audacia de trabajar para que esa imaginación tenga consecuencias reales.
“El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas.”
— William Arthur Ward
