El galardón premia a los enemigos del presidente ruso: los que desafían su autocracia minándola desde el interior de Rusia -y de su aliada Bielorrusia- y los que investigan sus crímenes en Ucrania
NotMid 08/10/2022
EDITORIAL
Vladimir Putin recibió ayer un regalo envenenado justo el día en que cumplía 70 años: el Nobel de la Paz ha ido a parar este año (por segundo consecutivo) a sus enemigos. Los de dentro y los de fuera. Los que desafían su autocracia minándola desde el interior de Rusia -y de su aliada Bielorrusia- y los que luchan contra su propaganda investigando los crímenes de guerra de su ejército en el frente de Ucrania. El año pasado el mismo galardón fue destinado a Dimitri Muratov, editor del diario Novaya Gazeta, altavoz mediático de la oposición rusa recién clausurado por un tribunal al servicio del régimen.
La ONG bielorrusa Viasna, del opositor Ales Bialiatski, hoy encarcelado; la fundación rusa Memorial -liquidada por combatir la amnesia histórica que quiere imponer el Kremlin sobre el paraíso perdido de la URSS (y sobre abusos mucho más recientes de los derechos humanos en el país)- y el Centro ucraniano para las Libertades Civiles -que busca entre los escombros de la guerra pruebas de los crímenes de Moscú- recibieron ayer un premio que reconoce la labor de «tres estandartes de los derechos humanos, la democracia y la coexistencia pacífica» en tres países en los que confluye la peor amenaza para Europa desde la Segunda Guerra Mundial: Ucrania, Rusia y una Bielorrusia convertida en lanzadera de los ataques de Moscú.
La amenaza no se limita al terreno convencional, según insiste el propio Joe Biden, que ha advertido contra quienes creen que el líder ruso no cruzará la frontera nuclear en su desesperado intento de ganar la guerra. El presidente de Estados Unidos alerta, sin embargo, de que Putin «no está bromeando» y de que el recurso a las armas nucleares, incluso a las tácticas -más pequeñas y de menor potencial destructivo-, conduciría inevitablemente al «Armagedón» y llevaría la guerra a una escala desconocida aún para una humanidad que hace ahora 60 años esquivó el abismo atómico en la crisis de los misiles de Cuba.
Con el régimen contra las cuerdas en el terreno ucraniano -donde a sus soldados les faltan hasta los uniformes-, la comunidad internacional lleva meses incrementando la presión económica contra Rusia y la ayuda militar al Gobierno de Kiev, decisiva para el éxito de su ofensiva. Es hora de que Europa se plantee también una estrategia común de acogida de esos miles de desertores rusos que han huido de la orden de reclutamiento con la que el Kremlin pretende convertirlos en renovada carne de cañón con la que alimentar su fracasado delirio imperialista.