Hace tiempo que Moncloa decidió que el choque institucional renta y moviliza. Por eso no lo disimula, lo exhibe. La inasistencia de ayer forma parte de ese juego.
NotMid 27/09/2026
OPINIÓN
JOAQUÍN MANSO
Cada paso que avanzan las actuaciones judiciales contra la esposa y el hermano del presidente examina su autoridad política: cuando el poder se personaliza, la defensa del entorno se vuelve razón de Estado. La carta de abril de 2024 y los cinco días de reflexión fueron un episodio fundacional: una performance victimista con la que el hiperliderazgo midió la elasticidad emocional del país y alineó a ministros y cargos del PSOE en una lealtad performativa, casi litúrgica. Con Pedro Sánchez en Nueva York aprovechando su aldabonazo con Gaza a mayor gloria propia, esta semana todos salieron a una; el relato fijó culpables y repartió consignas en la caja de resonancia pública de Televisión Española. «Algunos jueces hacen política» funciona como la contraseña que impregna ese ecosistema: cada novedad procesal interpela al presidente y a la democracia misma, se etiqueta como lawfare, se amplifica y galvaniza. No es una reacción, es un método. Hace tiempo que Moncloa decidió que el choque institucional renta y moviliza. Por eso no lo disimula, lo exhibe. La inasistencia de ayer forma parte de ese juego.
Ese patrimonialismo erosiona la frontera entre lo público y lo privado, que es precisamente lo que aquí está en juego. La coincidencia en el tiempo de las decisiones judiciales de sentar en un banquillo al hermano y la esposa del presidente -la de Begoña Gómez es equivalente en la práctica aunque la Audiencia todavía puede impedirlo- tiene una connotación histórica y un simbolismo político evidentes. En los dos casos la fuente de la «influencia» de la que se deriva la desviación de poder es la misma: la del presidente. Igual que el ascendiente sobre el conjunto del Gobierno y el partido que abrió paso a la corrupción de Ábalos y Cerdán nace de su estrechísima cercanía política con Sánchez. Y nadie entiende tampoco el suicidio profesional del fiscal general si no es por su vocación servil de ponerse a los pies del Palacio de la Moncloa y de su régimen de favores y lealtades a través de la destrucción de una adversaria política. Es este conjunto lo que revela una manera de estar en el mundo: es el mismo sentido patrimonial del poder que se manifiesta en la ocupación desenfrenada de las instituciones y en el gobierno de espaldas al Parlamento lo que se enjuicia en cada una de esas causas.
Que los tres imputados faltasen a la convocatoria de ayer también fue una provocación. El PSOE pone todo su empeño en minar la credibilidad de la investigación contra la esposa del presidente, afectada por algunas excentricidades del juez Juan Carlos Peinado corregidas por la Audiencia, que no obstante ha respaldado con toda contundencia lo más sustancial y relevante: el posible tráfico de influencias mediante la aparente conversión de La Moncloa en un business center para recibir empresas y vender supuestos favores, como la recomendación a Carlos Barrabés, o «proyectar la carrera profesional» de Begoña Gómez en la «captación de fondos».
Se trataba ahora de averiguar si, como parte de ese «plan», se contrató con recursos públicos a una asesora que, desde la «estructura institucionalizada de poder» de Moncloa, hiciera gestiones al servicio del interés privativo de Gómez y de esta forma proyectase la «influencia» de la Presidencia ante sus interlocutores. Uno de estos fue Reale Seguros, cotizada y regulada, que recibió un correo de la ayudante en el que se le pedía dinero -«a Begoña le encantaría»- y concluía con sugerente elocuencia: «Dispuestos a colaborar con vosotros en lo que necesitéis». Estos son los hechos, delictivos o no, pero expresivos de una anomalía. Tan anudados están al presunto tráfico de influencias, que se entiende mal que el juez los desgaje del cuerpo principal con una imputación por malversación: la Audiencia le advirtió en junio de que ni la asesora ni la esposa del presidente pueden cometer ese delito.
Pero la novedad más espectacular está en la posibilidad, hasta ahora no advertida, de que la esposa del presidente sea enjuiciada ante un tribunal del jurado formado por nueve ciudadanos. Así ocurriría aunque a la malversación le acompañase el tráfico de influencias siempre que Gómez fuese encausada junto a su asesora y/o el actual delegado del Gobierno. Ese formato convertiría el caso en un plebiscito emocional de alto voltaje: la horma de su zapato para Sánchez. El jurado dramatizaría el proceso y lo haría hipertelevisivo y electrizante: como en tantas películas americanas, la prueba se traduciría a puro storytelling, comprensivo y persuasivo. Los hechos quedarían inevitablemente expuestos ante la clara luz de la opinión pública. Las críticas desde el aparato gubernamental al jurado sugieren un temor y subrayan su mejor virtud: que se despolitiza la fuente de decisión y se desactiva la acusación de lawfare. Rafa Latorre bromeaba en La Brújula con que el Gobierno sólo aceptaría a la mesa de Mañaneros en el estrado. Cuando, desarbolado el concepto de responsabilidad política, Sánchez se preparaba para desoír eventuales condenas, en el horizonte se atisba un escenario que maximizaría el impacto reputacional. Si lo pierde, claro. Porque si lo gana… ¡ay, si lo gana!