NotMid 06/11/2025
EDITORIAL
Cincuenta años después de la Marcha Verde sobre el Sáhara Occidental, el Gobierno de España guarda silencio sobre su antigua provincia, hoy ocupada por Marruecos. Medio siglo después de abandonarlo, aquel territorio continúa siendo una herida abierta en la conciencia nacional y una anomalía en la política exterior española. La fecha redonda tendría que haber servido para clarificar una posición que el Gobierno mantiene deliberadamente envuelta en sombras: ni una palabra, ni una reflexión pública, ni un gesto que permita entender cuál es hoy la estrategia del país respecto a su antigua colonia.
Desde que Pedro Sánchez decidió, en marzo de 2022, romper la histórica neutralidad y respaldar el plan marroquí de autonomía, España ha cambiado de bando sin ofrecer una sola justificación transparente. Fue una decisión personal, adoptada a espaldas del Parlamento, del propio Consejo de Ministros y de la opinión pública, y que aún no ha sido explicada. La carta enviada entonces al rey Mohamed VI -filtrada por Rabat- certificó la entrega de la política exterior española a los intereses del Reino alauí. Desde entonces, el Ejecutivo ni ha revisado aquel gesto ni ha rendido cuentas sobre las consecuencias que ha tenido para los intereses nacionales.
El cambio ha sido profundo. Durante décadas, todos los gobiernos, de uno u otro signo, defendieron ante la ONU una posición de equilibrio: apoyo al derecho de autodeterminación del pueblo saharaui y respaldo a las resoluciones internacionales que pedían una solución consensuada. Hoy España se alinea con quienes consideran que la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara es un hecho consumado, como Estados Unidos, Francia o el Reino Unido, quienes consolidan su respaldo a Rabat. Pero nuestro país, a pesar de tener una responsabilidad histórica mayor, ni siquiera intenta hacer oír su voz en defensa de los principios de legalidad internacional que antaño guiaron su acción diplomática.
El mutismo de La Moncloa contrasta con la efervescencia del tablero geopolítico. La resolución aprobada la semana pasada en el Consejo de Seguridad, impulsada por Washington y Rabat, legitima la autonomía bajo soberanía marroquí y entierra de facto la posibilidad del referéndum prometido por la ONU. España, potencia administradora de iure, ha aceptado sin rechistar esa interpretación. Ni el ministro Albares ni el propio presidente han ofrecido una valoración pública. La política exterior se reduce a un silencio cómplice.
El Gobierno parece haber renunciado a ejercer influencia en el Magreb, una región clave para la seguridad, la energía y la inmigración. Callar ante el expansionismo marroquí puede reportar una tregua temporal, pero es una renuncia estratégica. El Sáhara fue y sigue siendo una cuestión de Estado. Convertirla en un asunto incómodo que se despacha con evasivas es otra forma de claudicación. Cincuenta años después, España no sólo ha dejado un territorio abandonado: también ha abdicado de su voz.
