NotMid 04/11/2025
ESPAÑA
Es un día histórico en el Tribunal Supremo. El acusado ha entrado por la puerta de autoridades en la hermosa plaza de la Villa de París, arropado por compañeros de la Unión Progresista de Fiscales que le dirigen gritos de ánimo y palmadas en el hombro en los recesos.
Sin embargo, este es un juicio extraño. El acusado, por el que piden hasta seis años de cárcel por revelación de secretos, ni siquiera está sentado en el primer banco frente al tribunal. Se encuentra en el honroso estrado, con la toga de fiscal y las puñetas blancas. El acusado es el fiscal general del Estado, y lo que se juzga en esta imponente sala del Supremo es si cometió un delito mientras su deber era perseguirlos.
Así, entre lámparas doradas y paredes granates de seda de Damasco, solo habló cuando el presidente, Martínez Arrieta, le preguntó si delinquió. «No», dijo en voz un poco baja.
Voladura institucional: un juicio histórico y extraño
La historia ha querido que este lunes parezcamos asistir a la voladura del Estado desde varios puntos de España. En Valencia, Mazón anuncia su dimisión. En Madrid, Moncloa envía los correos de la mujer del presidente al juez Peinado. Y en el mismo edificio del Supremo, donde el magistrado Puente envía a juicio a Ábalos, Koldo y Aldama por el caso mascarillas, arranca un juicio devastador antes de su sentencia; histórico, y sí, muy extraño.
A las diez de la mañana, mientras el acusado presumiblemente mascaba chicle y tomaba notas con su bolígrafo blanco —tantas como si fuera a formular la acusación contra el corrupto o el asesino—, el absurdo esperado se produjo.
Algo se rompió cuando la teniente fiscal, Sánchez Conde, en vez de acusar, defendió a su superior. Junto a ella, la abogada del Estado, Consuelo Castro, con voz de cine, explicó que el instructor ha pisoteado los derechos fundamentales del fiscal general, dirigiendo contra él un proceso «inquisitivo y prospectivo». Lo que vimos fue al Estado arrancándose la piel a jirones, sentando en el banquillo a su máxima autoridad sin indicios claros.
El enfrentamiento interno de la Fiscalía
La guerra interna se hizo patente con el desfile de testigos. El fiscal Julián Salto dejó claro que la documentación sobre Alberto González Amador no era tan accesible como la defensa alega, mientras que Pilar Rodríguez, antes imputada, se lamentó de haber sido malinterpretada sobre la nota de prensa de la Fiscalía: no se requería “más” cianuro, sino sólo “un poco”.
Pero la declaración más interesante fue la de Almudena Lastra, la testigo de cargo abiertamente enfrentada a García Ortiz. Lastra defendió la buena actuación de la Fiscalía, pero recalcó que para ello no hacía falta vulnerar el derecho de defensa de un ciudadano.
Fue a Lastra a quien García Ortiz le dijo la frase lapidaria de que “si dejamos pasar el momento, nos van a ganar el relato”, sin negarle haber filtrado los correos del novio de Isabel Díaz Ayuso. Él optó por responderle al estilo James Bond: “Eso ahora no importa”. Al recordarlo, Lastra dejó una frase para la historia: “¡A mí eso se me quedó clavado en el alma!”.
La abogada del Estado se ensañó con la testigo en un bucle un poco desagradable, cuestionando su horario de trabajo y su crítica al fiscal general, obligando al presidente a intervenir. Ahí también se rompió algo: la defensa del Estado priorizaba la figura del fiscal general sobre la labor de una subordinada.
Cuando llegó Diego Villafañe, mano derecha de García Ortiz, ya era de noche. El fiscal general hizo un gesto de desaprobación al no poder evitar su testimonio, demostrando que ¡no todo lo puede el acusado! Antes de salir, Villafañe, a la defensiva, apretó la mano de su jefe.
Durante toda la sesión, García Ortiz custodió una mochila negra con cremalleras rojas. La mochila se quedó cerrada, llevándose consigo la posibilidad de que el acusado sacara sus dispositivos mágicamente reformateados y se diera a sí mismo y a la Fiscalía el reconocimiento automático de su inocencia al que renunció borrando su rastro.
Agencias
