La cancelación del programa de Jimmy Kimmel no es una escaramuza más de la tediosa guerra cultural. Es algo más peligroso: un ejemplo del uso del poder político para castigar la sátira
NotMid 21/09/2025
OPINIÓN
DAVID MEJÍA
La cancelación del programa de Jimmy Kimmel no es una escaramuza más de la tediosa guerra cultural. Es algo más peligroso: un ejemplo del uso del poder político para castigar la sátira. De qué manera tan extraña ha mutado la cultura de la cancelación: la antorcha no la portan universitarios santurrones ni aprensivos ejecutivos de empresa, sino el mismísimo Jefe del Estado.
Lo que dolió no fue el inocuo chiste sobre los usos políticos del asesinato de Charlie Kirk, sino el remate en el que Kimmel se mofaba del infantilismo y la falta de empatía de Donald Trump. No fue una falta de respeto al fallecido, ni mucho menos discurso de odio; fue una burla al presidente. Pero estamos ante un líder democrático con la fragilidad y reflejos de un dictatorzuelo: el tipo duro resultó ser un quejica.
Por desgracia no podemos hablar de un caso aislado: la cadena CBS anunció hace unos meses que no renovaría el programa de Stephen Colbert, otra voz crítica de la franja nocturna. También entonces se justificó la decisión apelando a la rentabilidad y los índices de audiencia, pero la realidad ratifica la trama política: la FCC (Comisión Federal de Comunicaciones) ha afirmado que las licencias de emisión están condicionadas a que las cadenas no se alejen de la narrativa preferida por el presidente.
La comparación con el Macartismo es inevitable. Pero McCarthy era un senador de Wisconsin, no el presidente. Sí, desató el «temor rojo», el pánico nacional ante la amenaza comunista, creando una atmósfera tóxica de denuncia y provocando el ostracismo y el encarcelamiento de cientos de americanos inocentes. Pernicioso, sin duda, pero diferente. Además, McCarthy podía adornar su infame caza de brujas con la excusa de la seguridad nacional. Trump ni siquiera busca un pretexto patriótico. Su guerra contra los cómicos, los periodistas y los medios no es en defensa de la república, sino de su propio ego. Cuando el estado castiga a quien se burla del jefe, el jefe y el estado se hacen indistinguibles.
La corte trumpista celebra estos movimientos como una reacción justa contra a las élites que, dicen, llevan décadas silenciándolos. Pero olvidan que la censura nunca se sacia con el enemigo y que siempre se justifica con el pretexto de defender la verdad. Quizá olvidan también que el poder no permanece siempre en mano amiga. O quizá esa sea su apuesta: que no haya manos a las que traspasarlo. Quien no teme el efecto boomerang es porque confía en que no haya viaje de retorno.
