NotMid 31/12/2025
OPINIÓN
El historiador H.W. Brands, autor de más de treinta obras sobre el pasado de EE. UU., sostiene que el país solo ha engendrado tres presidentes “legendarios”: George Washington, Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt. Aunque figuras como Jefferson, Kennedy o Reagan fueron fundamentales por sus aciertos o errores, solo aquellos tres marcaron de forma indeleble su siglo. Washington cimentó la República en el XVIII; Lincoln restauró la brújula moral tras la Guerra Civil en el XIX; y Roosevelt, padre del New Deal y de la hegemonía global tras 1929, definió el XX.
El siglo XXI es aún joven, pero ya tiene una figura dominante que reclama su lugar en ese panteón: Donald Trump. “De la nada, en 2015, Trump capturó el Partido Republicano y el imaginario populista. Si su salud lo permite, para cuando deje la Casa Blanca en 2029 habrá sido la persona más comentada de la política mundial durante quince años”, señala Brands. El historiador advierte una deriva sombría: si Trump logra completar la centralización del poder que ha emprendido desde su segunda investidura, su legado será más dramático que el de Roosevelt. Podría significar el fin del republicanismo estadounidense y el entierro del Estado de derecho.
El estilo de la transgresión
A Trump le fascina compararse con sus predecesores históricos. Desprecia a Biden u Obama, pero se mide con los gigantes que cambiaron el curso de la historia, afirmando ser el presidente más determinante y exitoso de todos los tiempos. Aunque a menudo habita un mundo de fantasía construido sobre hipérboles y delirios de grandeza, es indiscutible que su huella en 2025 es sísmica. En menos de un año, ha sacudido los consensos globales con un tsunami de despidos, indultos y ataques frontales a las instituciones.
La sociedad, educada en el mito de los “pesos y contrapesos”, observa en shock cómo las costuras del sistema se tensan. En el 250º aniversario de la República —fundada precisamente contra la tiranía—, la gran pregunta es si las elecciones libres sobrevivirán a su mandato. Lo suyo no es mera gestión; es la implantación de un lenguaje brutal y sin frenos en la era del scroll infinito. El mundo entero baila a su ritmo, siempre a remolque, incapaz de articular una respuesta ante un líder que, cuando tose, provoca el resfriado del planeta.
Una monarquía bajo el sol de Florida
La segunda presidencia de Trump se asemeja más a una monarquía absolutista que a un régimen presidencialista. Mientras sus predecesores ansiaban más poder, Trump ha fusionado la fuerza de la superpotencia con un narcisismo inabarcable y una actitud nihilista que evoca comparaciones con Nerón. Amparado por una inmunidad casi absoluta otorgada por el Tribunal Supremo, ha convertido la Casa Blanca en su particular Versalles.
Su “corte itinerante” se desplaza entre Washington y Mar-a-Lago, donde reparte favores y exige pleitesía. Mientras su familia amasa fortunas, él despliega al Ejército para fines políticos, ignora al Congreso y nombra embajadores por vínculos personales. Lejos de rechazar esta imagen de monarca, la fomenta: en redes sociales se ha proclamado salvador de la nación bajo el lema “Dios salve al Rey”, sentenciando que “quien salva a su país no viola ninguna ley”. La simbología es elocuente: desfiles militares, el despacho oval bañado en oro y el cambio de nombre del Kennedy Center por el suyo propio.
El triunfo de la intensidad
Ivan Krastev, uno de los pensadores más lúcidos de la actualidad, sugiere que Trump ha entendido algo que la oposición ignora: el siglo XX ha muerto políticamente. Las etiquetas de “fascismo” o “comunismo” ya no movilizan. “En tiempos de cambio revolucionario, la política no va de reglas ni de frenos, sino de capturar la imaginación de la gente”, explica Krastev. Trump domina el mercado de la atención a través de la intensidad y la inconsistencia.
Desde su primer día, cuando indultó a los asaltantes del Capitolio, hasta su purga masiva de funcionarios —entregando las llaves de la administración a Elon Musk—, Trump ha gobernado mediante la transgresión. Ha convertido la Casa Blanca en una sala de baile financiada por millonarios, ha presionado a universidades para eliminar políticas de diversidad y ha amenazado con procesar a sus rivales por traición.
Nadie cambia la realidad con tanto descaro. En 2025, la moderación es vista como debilidad y la transgresión como legitimidad. Trump no solo habita la historia; la está demoliendo para construir algo nuevo sobre sus cenizas.
