El deporte, los artistas, la investigación médica y la educación de élite ya no tienen escrúpulos en aceptar millones de euros de regímenes que machacan los derechos humanos. “Venderse a un país estaba más denostado en los años 90 que ahora”, denuncia Nevdon Jamgochian

NotMid 07/0772022

DEPORTES

Lionel Messi ha sido recién nombrado embajador del Ministerio de Turismo de Arabia Saudí, un régimen que descuartiza a periodistas disidentes como Jamal Khashoggi. Su primera misión diplomática ha consistido en visitar Yeda y, como dejó constancia en Instagram, dar un fabuloso paseo en yate por el Mar Rojo. De nada sirvió la campaña Messi no lo hagas, promovida por familiares de presos políticos y de conciencia saudíes, que intentó hasta el último momento que el crack argentino no aceptara el cargo.

El papa Francisco recibió en audiencia a Ilham Aliyev, presidente ‘perpetuo’ de Azerbaiyán, un país que financia la restauración de iglesias y obras de arte, entre ellas la Capilla Sixtina. Según Freedom House, la institución que estudia la salud democrática de las naciones, en Azerbaiyán rige “la corrupción y su oposición política está muy debilitada dada la constante persecución a la que es sometida”.

Emmanuel Macron pronunció estas hermosas palabras en su visita a Abu Dhabi: “Este Louvre del desierto y de la luz es un mensaje enviado contra todos los oscurantismos”. Lo hizo durante la inauguración en 2017 de la sucursal del gran museo parisino en un emirato cuyo ordenamiento jurídico dicta que la mujer le debe “respetuosa obediencia” a su esposo y donde la homosexualidad es perseguida. Sólo por ceder el nombre del Louvre Francia cobró 400 millones de euros.

Uno de los mejores futbolistas de la historia, el líder espiritual de la religión católica y el presidente del país que redactó los Derechos del hombre y del ciudadano han sucumbido a la misma tentación: el blanqueamiento de los villanos.

El problema es que no son excepciones, sino parte de una inmensa mayoría. Sea en el mundo del deporte, en la educación de élite, en la investigación científica o en el mercado del arte, la tentación del dinero manchado parece incontrolable en estos tiempos y no hay fuerza moral capaz de ponerle freno.

“La idea de venderse a una marca o a un país no está tan denostada ahora como en la década de los 90”, denuncia Nevdon Jamgochian, pintor estadounidense afincado en Kuala Lumpur (Malasia) y autor de artículos contra el sofisticado lavado de cara de muchos regímenes totalitarios.

Pensemos en el certamen de Eurovisión celebrado en Bakú hace una década. El gobierno de Azerbaiyán se volcó en que fuera un éxito. No importaba que este espectáculo mediático y kitsch llevara a su país tres cosas que detesta: periodistas, armenios y eurofans homosexuales. Lo importante era mostrar una cara amable al mundo. Cuando los focos se apagaron, volvió la represión.

Jamgochian considera que este fenómeno tan globalizado se desarrolla a partir del fin de la Guerra Fría. “Es muy difícil encontrar hoy en día a grandes artistas que se hayan resistido al tirón de los sobornos”, dice sobre el mercado del arte. “Cuando me acerco a preguntarles en exposiciones patrocinadas por dictaduras, siempre desaparecen sin haberme respondido”.

El objetivo de este dinero invertido es comprar estatus, prestigio y supuesta modernidad. Colocar una venda que impida ver el lado oscuro de muchas autocracias. Este lavadero de imagen resulta clave en la estrategia a largo plazo de muchos países que deben su inmensa riqueza a recursos naturales y que pretenden diversificar su futuro invirtiendo en distintos campos.

Todo es geopolítica y su fórmula es sencilla: más respeto a cambio de más dinero. El ejemplo más claro lo tenemos con el próximo Mundial de Qatar.

A pesar de algún tuit y declaración puntual, ningún futbolista con posibilidades de disputar el campeonato se ha manifestado a favor de un boicot a un país contrario a los valores democráticos. Todos saben que se juega en Qatar por dinero. Ni el clima, las fechas o la tradición futbolística justificaban la polémica decisión de llevar el torneo a ese país.

A la FIFA y a los patrocinadores no les importa que Amnistía Internacional haya bautizado esta cita como “la Copa del Mundo de la vergüenza”. El dinero en juego pesa más que los distintos escándalos que salpican a la organización: desde los migrantes explotados en la construcción de los estadios hasta las acusaciones de sobornos para su elección o la falta de libertades en un país cuyos dirigentes han pedido a los aficionados LGTBI que acudan a Qatar que “limiten sus expresiones de afecto en público”.

El problema es que tampoco esto preocupa demasiado al público. Incluso al contrario. ¿Cuántos aficionados de clubes en ruinas del fútbol español sueñan con la llegada de petrodólares que conviertan su equipo en un nuevo PSG (Qatar), Manchester City (Abu Dabi) o Newcastle (Arabia Saudí)?

“Es tal la cantidad de dinero que ofrecen que sólo puedes resistirte si tienes una conciencia moral gigantesca o te sobran los millones”, dice con pesar por teléfono Toni Roca, abogado relacionado con el negocio del fútbol. “El 99% de los seres humanos lo aceptaríamos. Me temo que esta deriva del deporte es imparable”.

Si se mira hacia atrás, la mayoría de los grandes eventos deportivos de este siglo han sido organizados por países con alergia a la democracia. Roca hace recuento de memoria: Juegos Olímpicos (Sochi y Pekín, en dos ocasiones), Mundiales de fútbol (Rusia y Qatar), Fórmula 1 (con carreras en 2022 en Bahréin, Arabia Saudí, Azerbaiyán, Singapur y Abu Dabi), atletismo, natación y nuevas competiciones creadas de golf y pádel. Todo forma parte de la ‘operación blanqueamiento’.

Para el Nobel de Economía Paul Krugman, el ‘todo está en venta’ alcanza cuotas sin precedentes y lo peor es que ya no se penaliza socialmente al que se deja comprar. “Cada vez hay más personas en la cima de nuestra jerarquía social que parecen dispuestas a hacer cualquier cosa por cualquiera siempre que la oferta sea lo bastante atractiva”, apuntó en su columna de New York Times. “Está claro que algo ha cambiado: en la cima hay mucha más corrupción que antes. Y entre los costes de esta corrupción, diría yo, se encuentra un proceso de desmoralización”.

Una desmoralización que provoca un derrumbe de convicciones muy inquietante. Los referentes públicos de hoy no son sometidos a la ejemplaridad exigida a deportistas, políticos o artistas en el pasado y, por tanto, han dejado de ser modelos de conducta. Confuso este mundo en el que un día Pep Guardiola, el entrenador más prestigioso del mundo, dice que “Qatar es un país abierto” mientras “España es un Estado autoritario”; Justin Bieber da conciertos en Arabia pese a la súplica de varias ONG o medio Hollywood hacía cola para hacerse fotos con Putin para promocionar sus películas en Rusia.

Ya nada resulta escandaloso.

Sin embargo, para aliviar la inquietud de Krugman convendría decir que hay honorables excepciones. En el mundo y también en España.

El golfista vasco Jon Rahm, número 2 del ranking mundial, dejó bien clara su postura ante la tentación de los petrodólares: “¿Cambiaría mi estilo de vida si gano 400 millones de dólares más?”, se preguntó. “No, no cambiará nada”.

Rahm ha decidido mantenerse fiel al histórico circuito de la PGA y rechazar la oferta brutal de la nueva competición impulsada por Arabia Saudí, que a golpe de talonario se está llevando a muchos de los mejores golfistas. Defendió su postura argumentando que para él el amor por su deporte y el peso de la Historia están por encima de intereses económicos.

“Tengo la firme convicción de que el deporte trasciende el mundo de la competición”, comenta Sabrina Vega, ajedrecista subcampeona de Europa. “Sin duda, con el deporte emprendemos un camino de realización personal; pero es para la sociedad, especialmente, una herramienta muy útil y eficaz de transmisión de valores y lucha social”.

Esta jugadora grancanaria del club Myinvestor Stadium Casablanca puso por delante sus convicciones sobre sus intereses particulares. Y en un deporte en el que se gana mucho menos dinero que en el golf. Lo hizo cuando en 2019 se negó a competir en el Mundial celebrado en Arabia Saudí. Las normas de ese torneo impuestas por el país organizador obligaban a las chicas a cubrirse el cabello y, entre otras cosas, a no salir solas a la calle.

Igual coraje mostró Vero Boquete, capitana de la Selección de fútbol femenina, cuando cargó con extrema dureza contra la decisión de la Federación Española de trasladar la Supercopa a Arabia Saudí en una operación que rondó los 40 millones de euros. “Se le da más importancia al fútbol, por su visibilidad, pero la verdad es que en el resto de los ámbitos pasa realmente lo mismo y no hay persona u organismo que realmente tengan fuerza para regular nada”, dice resignada Boquete.

La futbolista gallega tiene razón. Por el momento, el COI, la FIFA y las federaciones de casi todos los deportes sucumben como una riada de fichas de dominó. Al igual que gobiernos e incluso instituciones que simbolizaban valores incontestables de igualdad y mérito.

Desde hace 15 años grandes universidades estadounidenses y europeas hacen negocio con sucursales en el Golfo Pérsico. En el desierto se ven logos de la Sorbona, Georgetown o Cornell en busca de estudiantes de alto poder adquisitivo que anhelan estudiar con grandes marcas académicas sin la necesidad de abandonar sus países. El interés de estos centros es lucrativo y no educativo: por ejemplo, la Universidad de Nueva York recibió una donación del gobierno de Abu Dhabi de 50 millones de dólares cuando se estableció en su campus.

Tampoco los think tanks más influyentes de Occidente parecen inmunes al dinero de las arcas de los déspotas. El mes pasado John Allen, general retirado y presidente de la prestigiosa Brookings Institution, se vio obligado a renunciar a su cargo porque una investigación del FBI había descubierto que recibía dinero de Qatar para favorecer sus intereses en la política estadounidense.

“Nuestro objetivo es intentar que la gente sepa de dónde viene ese dinero, explicar las estrategias de esos países y finalmente lograr que sean sancionados, aunque eso suene hoy utópico”, explica por teléfono Carlos de las Heras, de Amnistía Internacional. “Para que se tomen medidas serias haría falta algo gravísimo. Jamás se habría actuado contra Rusia y los oligarcas de no haberse producido la guerra”.

Sobre las sanciones que promueve De las Heras, la socióloga experta en impacto económico Brooke Harrington tiene mucho que decir. Su investigación sobre las sanciones a oligarcas rusos desvela una conclusión muy interesante que puede ser un arma de futuro frente a esta era de desmoralización: los hechos demuestran que los villanos millonarios temen menos a las sanciones y las leyes, que pueden regatear contratando a los mejores abogados, que a la vergüenza. “El estigma social puede perjudicar más que las sanciones económicas”, sostiene Harrington.

Es una esperanza. El problema es que para resucitar ese estigma ha sido necesaria una guerra. Parece que los muertos son los únicos que recuerdan que todo no está a la venta.

ElMundo

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