NotMid 31/12/2025
EDITORIAL
Hoy concluye para Venezuela el primer cuarto del siglo XXI. Es un hito cronológico que exige una pausa necesaria para el balance y la reflexión profunda.
Este periodo se inauguró bajo la sombra de una tragedia natural: el deslave de Vargas. Aquel evento, que algunos interpretaron entonces como un presagio sombrío, se ha revelado en retrospectiva como la metáfora fundacional de un proceso más vasto: el deslave institucional, económico y social que erosionaría los cimientos de la República en las décadas siguientes.
Al contrastar la nación del año 2000 con la actual, la frialdad de los datos expone una realidad devastadora. El Producto Interno Bruto, que a inicios de siglo se situaba en los $117.146 millones según el Banco Mundial, navega hoy en una opacidad estadística donde las estimaciones —desde los $82.767 millones del FMI hasta cálculos privados ligeramente superiores— confirman una verdad ineludible: cerramos este ciclo más empobrecidos, con una mayoría abrumadora de hogares sumidos en la precariedad.
Sin embargo, ninguna cifra económica es tan desgarradora como la demográfica. El éxodo masivo, que en el año 2000 era apenas un fenómeno imperceptible, hoy representa una diáspora forzosa que ha despojado al país de su recurso más valioso: su capital humano. Estos son, sin duda, “los años del deslave”.
Pero esta erosión sistemática ha dejado tras de sí un aprendizaje forjado en la adversidad. Frente a la devastación, ha emergido la resistencia; frente a la narrativa oficial, se ha impuesto una verdad irrebatible: la crisis no es producto del azar ni de un infortunio histórico, sino la consecuencia deliberada de un sistema que ha priorizado el control tiránico sobre la dignidad humana y la libertad.
Este entendimiento, aunque doloroso y tardío, constituye hoy el activo político y social más relevante del país. La nación se encuentra hoy ante el umbral de una transición inevitable. El modelo que pretendió la hegemonía está exhausto, su legitimidad se ha evaporado y su margen de maniobra es inexistente frente a una mayoría social consciente, articulada y persistente que ha perdido el miedo al engaño.
El segundo cuarto del siglo XXI debe ser, por definición, el ciclo de la reconstrucción y el reencuentro. Será el tiempo de restaurar las instituciones, recuperar la noción de futuro y reconciliar a la sociedad con sus propias capacidades.
Dentro de veinticinco años, al volver la vista atrás para evaluar la mitad del siglo, la meta no será contabilizar ruinas, sino celebrar que el país supo atravesar su noche más larga para emerger, finalmente, hacia su propia reconstrucción.
