La ‘Ciudad del Año’ encarna la voluntad del presidente Xi de materializar un sueño chino ultranacionalista apoyado sobre la riqueza, la fuerza, la tradición y el control político
NotMid 27/12/2025
EDITORIAL
Shanghai se ha convertido en el gran símbolo de la nueva China como escaparate de un proyecto de poder integral –económico, tecnológico, diplomático y militar– cuidadosamente escenificado. En la Ciudad del Año sobre la que ponemos el foco para despedir 2025 confluyen lujo, consumo, memoria revolucionaria y propaganda. Una contradicción que encarna la voluntad del presidente Xi Jinping de materializar un ultranacionalista sueño chino apoyado sobre la riqueza, la fuerza, la tradición y el control político.
El repliegue de Estados Unidos ha abierto un vacío en la escena internacional que Pekín se ha apresurado a ocupar presentándose como «socio fiable» frente a la guerra comercial de Trump. La campaña trata de blanquear su condición de dictadura incompatible con los valores de la democracia occidental y que a menudo practica la competencia desleal. Y Shanghai es el laboratorio desde el que China intenta proyectar esa imagen de modernidad y eficacia: una ciudad que funciona, cadenas de suministro fluidas, tecnología integrada en la vida cotidiana… Su músculo económico es ciertamente apabullante: el mayor puerto de contenedores del planeta; un superávit comercial que supera el billón de dólares; dominio del procesamiento de tierras raras; una industria manufacturera capaz de inundar los mercados globales pese a los aranceles…
A ese poder duro se suman una sofisticada diplomacia y una creciente ambición geopolítica para reordenar el sistema internacional, que también tienen epicentro en Shanghai: allí nació la Organización de Cooperación de Shanghai, reconvertida en plataforma alternativa a las alianzas occidentales. Allí presentó Xi su Iniciativa de Gobernanza Global, arropado por Putin y otros líderes autocráticos. Una serie de inquietantes movimientos estratégicos con los que Pekín quiere reescribir las reglas y rebajar el peso de las democracias liberales, que preocupan a Bruselas y en los que España juega un dudoso papel.
La cercanía de Madrid con Pekín contrasta con la creciente cautela de la UE. Mientras la Comisión impone aranceles, limita plataformas chinas o protege activos sensibles, España se presenta por su cuenta como «puente» entre China y Europa. Una anomalía en la política exterior comunitaria que tiene como exponente a Zapatero: un ex presidente convertido en interlocutor privilegiado de Pekín y ajeno a la rendición de cuentas, cuya presencia en negociaciones sensibles dice mucho de la ligereza con la que Pedro Sánchez maneja una relación que afecta a infraestructuras críticas y seguridad.
No se trata de demonizar a China, un socio insoslayable para la UE, sino de combinar la negociación con la necesaria protección frente a un rival estratégico ante el que Europa tiene que hablar con una sola voz.
