Pelé fue dios, su papa en el césped e incluso un rey. ¡Y aun así tenía miedo!

NotMid 28/12/2022

OPINIÓN

DAVID LEMA

El público del fútbol es cruel con los jugadores. Lo es con aquellos que cada año no levantan la Champions. Opera ahí un mecanismo neandertal en el aficionado, que comete incluso el error, ¡el crimen!, de declarar descartable para el deporte profesional a un duende como Messi, que con 35 años se ve obligado a trotar otra vez por el verde, como si fuese un semental más, y postmonta aún regala al respetable -incluido al del Bernabéu- la mejor final de un Mundial de todos los tiempos. Pero qué podemos hacer los mortales para reprimir nuestros instintos primarios de unga unga.

Hay excepciones que escapan a la crueldad, claro, y si Pelé fue una en su tiempo, como yo pensaba, él no lo sintió del todo así. Y fíjense que incluso está escrito que el presidente del Santos que lo traspasase antes de tiempo sería hombre muerto y se pasearía su cabeza por las calles. Henry Kissinger le dedicó en el Time 100 un perfil en el que solo se atrevió a citar a un deportista que no fuese el propio Pelé, por no contaminar la narración: Joe DiMaggio, que para los americanos era un llanero solitario que caminaba en soledad más allá del alcance de la experiencia común. «Nos eleva más allá de nosotros mismos», escribió Kissinger, que sabía que una vez se alcanza el estatus de mítico es dificilísimo mantenerlo. A ese nivel, entonces solo se pronunciaba un nombre, el nombre de dios. Pelé fue dios, su papa en el césped e incluso un rey. ¡Y aun así tenía miedo! No a Trapattoni, no a las lesiones, ni siquiera a las hostias que le empezaron a llover a partir del Mundial de Inglaterra del 66, cuando los equipos se cansaron de fascinarse y postrarse ante su gambeteo para intentar postrarlo a él en una camilla -lo intentan siempre los mediocres contra aquellos que rebosan talento-. Pelé tenía miedo, sí. Al público. Cruel.

El genio Martín Girard lo entrevistó en mayo de 1963 antes de un amistoso Brasil-Italia. Se coló en su hotel, lo describió como un tipo que, según había leído, era rico avaro, y después se hicieron amigos. Girad vio en Pelé la sonrisa de un niño pobre mimado por la fortuna, lo acunó con su labia y después de freírlo a preguntas -él le contestó que a veces los rivales creían que le gustaba humillarlos, pero que no era cierto- y de entregarse a un juego verbal divertidísimo, después de muchas cosas, el chaval que hasta los 11 trabajó en una fábrica de zapatos, por fin, confesó a qué tenía miedo: «Tengo miedo a que la gente no me perdone ser rico y famoso. Yo no tengo la culpa de lo que me ocurre. ¡Cómo iba a imaginar que dando patadas a una pelota…!». Pelé, en fin, era un humano más. Y por eso se muere. Hoy ya le habrán perdonado.

Compartir en Redes Sociales.
Deja un comentario Cancel Reply

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Exit mobile version