La Asamblea General que se inició el lunes se centrará en Ucrania y la reforma del Consejo de Seguridad. Su desafío es reflejar el actual orden global y no el de 1945
NotMid 21/08/2023
USA en español
Como figura literaria, lo de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” funciona mejor que como principio de la vida real. Hace un año, las reuniones de la septuagésimo séotima Asamblea General de Naciones Unidas giraron bajo la amenaza de una guerra atómica. El miércoles 21 de septiembre, exactamente el mismo día en el que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se dirigió al Plenario de la ONU, su homólogo ruso, Vladimir Putin, anunciaba la movilización de 300.000 civiles rusos para combatir en la guerra, y declaraba que usaría “todos los medios a nuestro alcance” -una poco disimulada advertencia en un país que cuenta con 5.977 bombas nucleares- para defender su territorio. Un territorio que Putin había decidido que se extendía a cuatro provincias de Ucrania cuya anexión el Kremlin había anunciado el día anterior.
Doce meses más tarde, las reuniones de la Asamblea General vuelven a partir de mañana lunes, esta vez en un clima de menos tensión. Moscú no cumplió su amenaza, fundamentalmente por las advertencias de Estados Unidos de que el uso de armas atómicas hubiera recibido una respuesta, convencional o nuclear, que habría conllevado un coste para Rusia muy superior al que hubiera podido obtener en el campo de batalla.
Las líneas rojas de Putin han sido cruzadas una y otra vez por Ucrania y sus aliados. Hace un año, una de las excusas del chantaje nuclear ruso era la posible entrega de tanques occidentales a Ucrania. Los tanques han llegado, y en 2024 lo harán los cazabombarderos de fabricación estadounidense F-16 y, tal vez, los Gripen suecos.
Kiev ha bombardeado Moscú, ha destruido aviones en aeropuertos militares rusos situados a cientos de kilómetros del frente, y la pasada primavera incluso llevó a cabo incursiones por tierra en Rusia. Eso sí: la carnicería en el frente continúa. Y las líneas apenas se han movido desde hace, justamente, un año.
Así que Ucrania va a seguir siendo uno de los grandes ejes sobre los que gire la Asamblea este año. Aunque no solo lo va a hacer en Nueva York, donde el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, va a acudir en persona el próximo miércoles, sino también en Washington. Porque, después de hablar en la ONU, Zelenski viaja a la capital estadounidense, donde Joe Biden le va a recibir en la Casa Blanca y va a reunirse también con los líderes demócratas y republicanos del Congreso. Sobre el tapete va a estar la defensa antiaérea que va a necesitar ante lo que se espera que sea un invierno marcado por nuevas oleadas de bombardeos rusos contra las infraestructuras eléctricas de su vecino, con el objetivo de, lisa y llanamente, hacer que los ucranianos se mueran de frío.
Pero la visita de Zelenski a Washington va a tener, también, mucho de política interna estadounidense. El Congreso tiene hasta el 30 de junio para aprobar una serie de medidas de gasto que incluyen 24.000 millones de dólares (22.500 millones de euros) para Ucrania. El problema es que los republicanos están dispuestos a no hacerlo si no obtienen de Biden una serie de concesiones en inmigración y recorte del gasto. Así que Zelenski se va a ver metido de lleno en la pelea política de Washington. Incluso su encuentro con los líderes del Congreso va a tener repercusiones electorales: el líder republicano de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, va a tener que sufrir para explicar a la treintena de correligionarios ultras que se oponen a la ayuda a Ucrania que ha estrechado la mano de Zelenski.
Ucrania no sólo va a estar presente en Nueva York con Zelenski ni con el discurso de Biden -que se va a centrar en ese país, según declaró el viernes su consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan-, sino también en gran parte de los temas que se debatan en el 78º periodo de sesiones de la Asamblea General de la ONU -además de en los encuentros bilaterales-.
Todo lo que tenga que ver con seguridad alimentaria es consecuencia del bloqueo ruso a la exportación de cereales ucranianos a través del Mar Negro. Y la siempre aplazada reforma del Consejo de Seguridad, que va a ser uno de los temas centrales de este periodo de sesiones, va a estar marcada en parte por la absoluta inefectividad de ese órgano durante toda la guerra debido al veto de Rusia y China.
Precisamente, incluso aunque Zelenski pida en su discurso una sesión especial del Consejo para debatir su plan de paz de diez puntos, las posibilidades de que eso suceda son cero, por la sencilla razón de que Moscú no va a tolerar ni siquiera que se discuta una iniciativa que, de llevarse a cabo, implicaría no solo su retirada de Ucrania, sino el pago de indemnizaciones a ese país y el juicio a sus dirigentes, incluyendo al propio presidente ruso, Vladimir Putin.
La parálisis del Consejo de Seguridad con la invasión rusa de Ucrania no es el único motivo que ha puesto la reforma en lo más alto de la agenda. La Asamblea ha llegado apenas tres semanas después de la cumbre de los BRICS (el conjunto de naciones compuesto por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) en Johannesburgo, un encuentro que acaso no haya tenido ninguna significación práctica, pero que ha alcanzado un tremendo efecto mediático y que, además, ha abierto las puertas a la expansión de ese grupo de países.
El llamado Sur Global -en la práctica, las ex colonias europeas del mundo en desarrollo- no tiene una agenda común, pero sí un deseo de protagonismo internacional que ahora viene avalado por su peso económico.
Reformar las Naciones Unidas pasa por transformar el Consejo de Seguridad, para que éste refleje el mundo de 2023 y no el de 1945, cuando se creó.
Estados Unidos lleva décadas defendiendo por principio que Alemania, India, Brasil y Japón pasen a ser miembros permanentes del Consejo y, por tanto, con derecho de veto. Es una medida a la que, más o menos, se oponen los demás miembros permanentes, de los que tres son potencias en declive que no quieren perder todavía más influencia -Rusia, Francia y Reino Unido- y el último, China, aunque está en auge -si el estallido de su burbuja inmobiliaria no lo convierte en un nuevo Japón- lo que no desea es tener que compartir mesa con sus archirrivales India y Japón.
Si Estados Unidos, por su parte, quiere ampliar el Consejo, es siguiendo lo que ha hecho China con los BRICS: extendiendo una carta de invitación a sus aliados.
Este debate representa algo más profundo: la ruptura del consenso que ha gobernado, más o menos, la ONU durante sus siete décadas y media de existencia.
La segunda mayor potencia del mundo, China, cuestiona abiertamente la organización. Su presidente, Xi Jinping, que no estuvo presente en la cumbre del G-20 de Delhi, hace una semana, no va a estar en Nueva York para hablar ante el Plenario de la ONU, a donde tampoco fue en 2021.
La actitud de Xi no sólo refleja la especialísima política exterior china -donde el ex ministro de Asuntos Exteriores, Qin Gang, y el titular de la cartera de Defensa, Li Shangfu, llevan desaparecidos desde hace dos meses y tres semanas, respectivamente- sino el hecho de que Pekín puede permitirse tomar selectivamente los elementos del sistema internacional que le convienen y dejar los que no le van bien. Es algo que la ONU no vivía desde que hace tres décadas la Unión Soviética se colapsó. Si la organización no logra adaptarse al nuevo mundo que está naciendo, corre el peligro de ser solo un club de países occidentales, ricos y viejos.
La reforma de la ONU va a ir de la mano del examen de un fracaso sin paliativos de la organización: los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Fueron firmados en 2015, antes de que llegaran los populismos del Brexit, del estadounidense Donald Trump y del brasileño Jair Bolsonaro, y en ellos los miembros se comprometieron a alcanzar en 2030 un total de 138 objetivos en 17 áreas que van desde la lucha contra el hambre y la pobreza hasta la igualdad, la protección de la biodiversidad, el crecimiento económico y, sobre todo, la lucha contra el cambio climático.
El mundo está exactamente en el punto medio del proceso y, según las propias Naciones Unidas, la marcha hacia la mitad de los Objetivos de Desarrollo Sostenible se está frenando o incluso retrocediendo.
Los países en vías de desarrollo piden más ayuda a los ricos para descarbonizar sus economías, por la sencilla razón de que ellos solos no pueden pagar el coste de la transición energética. Los objetivos del apartado más urgente, que es la lucha contra el cambio climático, son ya inalcanzables.
La Organización de Naciones Unidas va a tener que decidir si recorta esas 17 áreas hasta dejarlas en solo tres o cuatro en las que pueda cantar victoria dentro de siete años, si amplía los plazos de algunas de ellas o si se replantea todo el sistema en general.
Así pues, en 2023, la Organización de Naciones Unidas celebra su Asamblea General anual en un mundo que no está para tirar cohetes aunque, por fortuna, esta vez nadie está amenazando con tirarlos con bombas atómicas.
Agencias