Si los europeos renunciamos a ser actores, seremos pagadores y poco más
NotMid 18/10/2025
OPINIÓN
ANA PALACIO
En Nueva York, durante la última semana de la Asamblea General de Naciones Unidas, en las postrimerías de septiembre, la sensación dominante era la de un mundo en busca de brújula. En los pasillos se hablaba menos de las guerras abiertas que de otra batalla difusa: la del multilateralismo por sobrevivir.
China señoreó con una agenda de poder perfectamente hilada. Su primer ministro, emisario de un Xi Jinping que ya no necesita participar en carne mortal para hacerse sentir, expuso con calma su tesis de gobernanza global práctica, una combinación de eficacia, desarrollo y respeto formal a la soberanía. Un discurso frío, pero de apabullante aplomo: oferta de orden en un mundo exhausto de confusión.
Contrastó Europa, que llegó desacompasada. Sin relato, sin foco y, ante todo, sin unidad. En los márgenes de la Asamblea lo que llamaba la atención no era lo que decían las voces UE, sino su radical división respecto a Gaza. Por encima incluso de las declaraciones dispares, resonaban los silencios. Fue un espectáculo triste, reflejo crudo de una realidad tan profunda como mal asumida: la falta de sindéresis coordinada hacia Oriente Medio.
Con prisma español, este drama -instrumentalizado lamentablemente por el Ejecutivo y su entorno, condenando al lado oscuro de la Historia a todo quien no coreara «genocidio», espuriamente erigido en lema partidario- fue objeto de una seminal intervención del Rey Felipe VI en la gran ceremonia anual de la ONU. Constituyó la base de un saludable reencuentro de posiciones dispersas y dispersadas.
Con perspectiva colectiva continental, sin embargo, la región queda reducida a una sucesión de crisis combatidas desde la cartera, las manifestaciones grandilocuentes y las concentraciones multitudinarias, en una mezcla de conmiseración por tragedias envolventes y mala conciencia histórica; sin captar que en cada una se dirime parte de nuestro propio equilibrio.
La cumbre celebrada el lunes 13 en Sharm el-Sheikh contó con varios jefes de Estado y de Gobierno comunitarios -incluido Pedro Sánchez- y el presidente del Consejo Europeo, António Costa. Trump, acaparando el rol anfitrión, les saludó individualmente con idéntico énfasis -un gesto de paridad simbólica que les ubicaba a todos en un estatus puramente ancilar bajo su batuta-. Así, la imagen UE se diluyó en la multiplicidad de figuras proyectadas como meramente decorativas en un escenario cuya razón de ser radicaba en mostrar al mundo quién marca el paso en Oriente Medio.
Conviene recordar que la UE, con menos competencias comunes según el Tratado, sí tuvo iniciativa en el pasado. La Unión fue arquitecta y depositaria del acuerdo con Irán (Joint Comprehensive Plan of Action, firmado en 2015 para limitar el programa nuclear de los ayatolás a cambio del levantamiento de sanciones), uno de los pocos éxitos diplomáticos multilaterales del siglo XXI. Y, en el conflicto israelí-palestino, la UE ejerció una función constante; ejemplos son la Conferencia de Madrid de 1991 (aportación indisputable al necesario entendimiento entre Israel y sus vecinos), o el Cuarteto de Oriente Medio (que creó en 2002 la UE junto a la ONU, EEUU y Rusia para promove la solución de los dos Estados). Siempre, es cierto, bajo la lógica liderazgo americano: «US cooks, we do the dishes» era -puedo dar fe- queja recurrente, aun exagerada. Hoy, ni eso. El único europeo con presencia sustantiva es Tony Blair, ya no como voz UE, sino como mediador privado y controvertido.
En esta coyuntura, el proyecto de Trump brilló bajo el signo de la esperanza del alto el fuego inmediato, la liberación de rehenes y el canje de prisioneros palestinos, materializando la etapa inicial. Pero su visión de lo que vendrá después es deliberadamente vaga: no precisa claramente quién gobernará Gaza, ni cómo se restablecerá la administración local, ni el papel a desempeñar por Israel en su seguridad. Esa ambigüedad apunta a mantener la flexibilidad en las negociaciones, aunque abre potenciales puertas a peligrosos actores, como es el caso de Irán.
Por lo que atañe a la UE, las instituciones han de afrontar la disyuntiva de tomar cartas en la configuración que se fragua, o permanecer en la vigente actitud declaratoria y sufragánea ante el desenlace. Asistimos al repliegue de «Bruselas» hacia lo apremiante. Superficialmente, tiene su justificación por la dislocación sistémica que sufrimos. La conversación se constriñe a tres ejes: defensa, Ucrania e inmigración. Los dos primeros absorben todo el ímpetu político; el tercero, el temor y los fantasmas. No se trata solo de pagar por contención de flujos migratorios, sino de plasmar ambición estratégica y horizonte táctico; evitar que lo urgente devore lo que (también) es fundamental.
Así, el tablero se reorganiza sin nosotros. China, con su Iniciativa de Gobernanza Global, ha pasado de observador a arquitecto. No pregona ideales, promete resultados. Sus diplomáticos recorren aquella geografía con propuestas concretas -infraestructuras, energía, telecomunicaciones- mientras Europa se pierde entre condicionalidades y comunicados. Pekín entiende lo que nosotros olvidamos: en política internacional, la influencia empieza por la presencia.
Y Turquía, el interlocutor próximo incómodo por excelencia, vuelve a ocupar la atención de las cancillerías por su despliegue en la zona. Miembro de la OTAN, candidato eterno a la Unión, socio imprescindible y socio problemático, Ankara cuenta en todos los frentes. Ejerce notable protagonismo en Siria y su transición, sustenta las rutas migratorias y sirve como mediador en conflictos donde Europa ya no figura. Fingir que es solo un «tercero» (descontando OTAN) es no enterarse de nada. Sin Ankara no hay política europea hacia Siria, ni hacia la inmigración, ni hacia el Mediterráneo oriental.
La UE no puede desentenderse de Oriente Medio, porque Oriente Medio no se desentiende de Europa. Es nuestra energía y nuestra seguridad marítima; son nuestras sociedades y nuestras fronteras; es nuestra legitimidad cuando hablamos de Derecho Internacional. Si renunciamos a ser actores, seguiremos como pagadores y poco más. El camino no pasa por grandilocuencia, sino por prioridades claras. Hemos de definir una política común hacia Israel y Palestina; construir una relación estratégica con Turquía, firme y franca; y superar el puro transaccionalismo con el sur del Mediterráneo. La UE ha de ofrecer algo más que cheques y mecanismos de control; se impone una política comprensiva y sostenida.
El futuro de nuestro proyecto de convivencia no se ventila sólo en las llanuras ucranianas o en los despachos de Bruselas. También se mide en la capacidad para entender y comprometernos con el vecindario más próximo, ese arco que va del Magreb al Levante. Si la UE quiere pesar en el mundo (y no hay sustitución viable al nivel colectivo) debe empezar por dejar de comportarse como espectador paganini en su propio teatro, impotente ante las contradicciones de las capitales. Mirar sin ver frente a Oriente Medio no es prudencia; es evidencia de debilidad y fragmentación.
Y en la percepción de debilidad y fragmentación nos jugamos el futuro del proyecto europeo.