NotMid 04/02/2023

OPINIÓN

ANA PALACIO

Ayer se desplazaron hasta Kyiv la Presidenta de la Comisión y el Presidente del Consejo Europeo. Lo primero a destacar para enmarcar nuestra reflexión de hoy es la diferencia de expectativas avanzadas por una parte y por otra, y el bagaje intelectual y político que traducen: las declaraciones maximalistas del Gobierno ucraniano (el primer ministro expresaba recientemente su previsión de concluir la adhesión en 2025) contrastan con el carácter técnico subrayado por Bruselas (las comunicaciones previas arrancan con el mero apelativo “24 Cumbre”). Pero el planteamiento de funcionalidad técnica, propio de las dos instituciones del encuentro con Zelenski, no oculta -no puede ocultar- que esta reunión es diferente. El 24 de febrero de 2022 marca un antes y un después. Esta es la primera cumbre de la nueva realidad. Debería ser, además, la del realismo.

Nos interpelan los 345 días transcurridos desde que Rusia lanzó su “operación militar especial”, pudibunda calificación para el plan de destrucción que las tropas regulares y los mercenarios rusos desarrollan ante nuestros ojos; la voluntad de aniquilamiento de un país que, en la visión imperialista de Putin, pertenece a Rusia por principio y por historia. Y, seamos claros, con la disolución de la Unión Soviética y la independencia de Ucrania, la opinión mayoritaria entre europeos sobre Kyiv se ha venido situando en la zona tibia del reconocimiento implícito de la incardinación de los ucranianos -pese a todo- en el “área de influencia” de Moscú, con un Kremlin al que no se debía humillar.

Y así, en 1994, EEUU junto a Reino Unido -en troika con Rusia, que Occidente entonces entendía en vía de consolidar el Estado de Derecho y la democracia- convencieron (Washington impuso de facto) a Kyiv de ceder a Moscú sus cabezas nucleares (reliquias soviéticas en su territorio) a cambio de una teórica seguridad proporcionada por los tres firmantes (sí, también por Rusia). Y así, en 2001, el discurso de Putin ante el Bundestag, en el que arremetió contra la “mentalidad de Guerra Fría” que había “impedido a ambos lados ver la amenaza común” (del terrorismo), recibió varias ovaciones en pie del parlamento alemán enfervorizado. Y así, allá por 2005, una portavoz de la Comisión Europea sentenciaba, en referencia a Ucrania, que antes de que un país pueda iniciar los trámites de membresía, “tendrá que haber un debate sobre si es europeo” (¡ah! los límites de Europa…). Y así, en 2006, el presidente Chirac le confirió a Putin la Légion d’Honneur, la más importante condecoración francesa. Y así, en 2008, en la vigésima cumbre de la OTAN, principalmente Francia y Alemania dieron cerrojazo a la propuesta americana de abrir con Ucrania (y Georgia) un plan de incorporación. Y así, en 2014, se produjeron las negociaciones determinantes del Nord Stream 2 (segundo gasoducto directo con Alemania), con la anexión de Crimea por Moscú de telón de fondo.

Esta es la trayectoria ejemplar siguiendo -a pies juntillas- los postulados de la doctrina “realista” en relaciones internacionales, que ha caracterizado las relaciones de la UE con Kyiv. Pues bien, el análisis ha de mudar. Mudar por realismo de la realidad real de los campos de batalla; más aún, por el ensañamiento de los civiles asesinados, los cuerpos torturados y mutilados, las viviendas e infraestructuras bombardeadas a conciencia. Y si alguien en nuestra geografía aún alberga alguna duda o recelo, recuerde que el ex Secretario de Estado de EEUU Henry Kissinger, gran pope de la escuela académica “realista”, oficializó en Davos este año el cambio de paradigma, abogando por la entrada de Ucrania en OTAN: “The idea of a neutral Ukraine under these conditions is no longer meaningful […] Ukrainian membership in NATO would be an appropriate outcome” (“En estas condiciones, la idea de una Ucrania neutra ya no tiene sentido […] La membresía de Ucrania en la OTAN sería una conclusión adecuada”). El mismo Kissinger, baluarte tradicional de la no entrada que, hace un año, en el mismo foro, se aferraba todavía al Mundo de Ayer, defendiendo negociación de paz con Putin partiendo de una vuelta a la situación al 23 de febrero de 2022: una Ucrania mutilada de Crimea y el Donbás (en matizaciones kissingerianas en fechas posteriores, estas regiones habrían de tener un status diferenciado).

Pese a las machaconas proclamas oficiales de “puertas abiertas” de la Alianza Atlántica, Ucrania las encontró candadas. Ahora, con un vuelco de circunstancias que ni los más comprometidos se atrevían a imaginar, los Leopard marchan hacia el frente, no solo con el beneplácito de su fabricante -Alemania-, sino con su aportación en número. Zelenski está luchando con nuestras armas, nuestras municiones y, próximamente, con nuestros tanques (y, si la ofensiva rusa se consolida, esperemos que también con nuestros aviones); sin embargo, Kyiv sigue fuera del paraguas de seguridad OTAN. Así, tal y como los socios bálticos y polacos nos venían diciendo desde hace años, debemos dejar atrás las ambigüedades. Hoy una mayoría -de Sevilla a Riga, de Lisboa a Bucarest- es consciente de que Ucrania está librando una batalla común. Por nuestra seguridad inmediata. Por nuestro mejor futuro.

Así, convendría actualizar la jerga bruselita según la cual el pasado junio la UE concedió -en algún documento figura el más rotundo “otorgó”- a Ucrania la condición de país candidato. Y nos hemos puesto en marcha. Se ha enganchado su red eléctrica -hasta el 24 de febrero, unida a la rusa- a la nuestra en tiempo récord (marzo); se ha facilitado la incorporación al programa sanitario EU4Health, y se espera que Ucrania se beneficie muy pronto del roaming del mercado interior. Tras nueve paquetes de sanciones contra Rusia, nos tenemos que fajar ante la Historia (sin grandilocuencia, corresponde la mayúscula), asumiendo que Ucrania requiere atención y compromiso sistémicos; nos conmina a traducir en hechos -retadores, duros, sin duda- que somos una construcción de/por/en este Orden Internacional Basado en Reglas cuya vigencia se dirime en estos momentos allí.

Aclaremos que la suya no será una adhesión clásica; no se traducirá en cerrar uno a uno los 35 capítulos del acervo e izar la bandera. Es previsible un proceso complejo. Nunca hasta hoy, en los avatares de las ampliaciones sucesivas, ha resultado más portadora la celebérrima declaración fundacional de Schuman de 1950: “Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que empiecen por crear solidaridades de hecho”.

Así, el realismo debe constituirse en hilo conductor de esta empresa, del porvenir que ambicionamos. Si queremos ser eficaces, todos debemos tener clara la envergadura del envite y los sacrificios que requerirá. Es Europa, principalmente, la que siente el impacto de las sanciones impuestas contra el Kremlin; también somos los aliados que más se juegan. El momento, por lo tanto, demanda franqueza entre gobiernos, y con las opiniones públicas. Porque Putin apuesta por el desgaste del apoyo ciudadano y la “fatiga política”. Además, aunque Ucrania es, necesariamente, nuestra prioridad inmediata, no podemos permitir que sea en detrimento de una visión integral de nuestros intereses y las amenazas que los acechan; notablemente, las que emanan del sur.

Finalmente, no cabe engañarnos: la reconstrucción de Ucrania será una tarea hercúlea. Aún contando con el apoyo internacional -del G7 completo y, en particular, EEUU-, recaerá de forma importante sobre los conciudadanos europeos. Habremos de afrontar, primero, la magnitud de la labor. En diciembre, el Banco Mundial cifraba la hazaña entre 500 y 600 mil millones de euros; un aumento de más de 150 mil millones con respecto a similares estudios de tres meses atrás, y aún no hemos salido del túnel. Segundo, por las circunstancias del país, que complican (y complicarán) los esfuerzos. Por mucho que quieran los ucranianos reconstruirse -y por mucho que queramos contribuir a que se reconstruyan-, hay que ser realistas sobre la situación de Ucrania: no podemos ignorar la corrupción que corroía aquella sociedad ya antes del 24 de febrero, y que sigue aquejándola, no obstante la determinación de Zelenski en este ámbito.

El valor que están demostrando los ucranianos, dispuestos a morir por los principios que compartimos, amerita nuestro respaldo. Pero, sin perjuicio de las ayudas que les proporcionamos -y hemos de continuar proporcionando-, ahora nos enfrentamos a una tarea común: clarificado el objetivo por mor de Putin, unidos también por su intervención, cumple avanzar con realismo. Debemos sumar la adhesión de Ucrania a los proyectos de futuro, además de la reconstrucción (teniendo en cuenta sus obstáculos); todo ello, sin perder de vista la trascendencia del momento y sus implicaciones para los equilibrios geoestratégicos necesarios, incluyendo el Mediterráneo.

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