Lo sustancial no es la disputa pública en torno a estos acontecimientos, sino la insólita conducta del fiscal general que los hechos probados acreditan: la quiebra deliberada del deber de custodia
NotMid 10/12/2025
EDITORIAL
La sentencia del Tribunal Supremo que condena al ex fiscal general del Estado basada en “un cuadro probatorio sólido, coherente y concluyente” es una pieza jurídica construida desde el sentido común. El retrato que emerge de su lectura resulta demoledor no por el énfasis retórico de la Sala, sino porque resulta evidente que no existe una explicación alternativa razonable a la que sostienen los magistrados: la filtración de los datos reservados de Alberto González Amador tuvo su origen en la Fiscalía General del Estado y contó con la intervención directa de su máximo responsable. Álvaro García Ortiz tuvo un comportamiento absolutamente anómalo que sólo puede explicarse por el alineamiento de la institución con los objetivos políticos del Gobierno de Pedro Sánchez.
La claridad de la narración judicial es palmaria. Incluso el voto discrepante confirma esta solidez. Lejos de desmentir los hechos, los justifica, aceptando como ciertos los elementos nucleares que la mayoría considera incompatibles con el deber de reserva que pesa sobre cualquier fiscal, y con mayor rigor aún sobre quien dirige el Ministerio Público. Un médico no puede revelar los datos clínicos de un paciente, aunque circulen rumores sobre su estado de salud; un fiscal general tampoco puede sacrificar la confidencialidad de un proceso para terciar en un debate político. Ese principio, simple y básico, es el que la sentencia reafirma.
Especial gravedad reviste que Álvaro García Ortiz destruyera los mensajes y correos electrónicos que, de haber demostrado su inocencia, le habrían exonerado. Esta conducta, que la propia Sala califica como incompatible con el deber institucional que le incumbía, termina por cerrar cualquier duda razonable. Y lo hace en un contexto en el que sobresalen advertencias internas de enorme contundencia, como las de la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, quien alertó de que la filtración podía constituir un delito.
En lo que concierne a este periódico, la sentencia reconoce que los hechos acreditados tienen su origen en la sucesión de exclusivas publicadas, que permitieron reconstruir la cadena de decisiones que desembocó en la vulneración de derechos fundamentales. El Tribunal Supremo distingue nítidamente entre el trabajo periodístico -realizado con buena fe y cuya veracidad esencial ha quedado demostrada- y la posterior actuación del jefe de Gabinete de la Comunidad de Madrid, Miguel Ángel Rodríguez. La resolución traza así una frontera inequívoca entre la función de informar y la «especulación gratuita» llevada a cabo por Rodríguez.
Lo sustancial, en todo caso, no es la disputa pública que acompañó a estos acontecimientos, sino la insólita conducta del fiscal general que los hechos probados acreditan: la quiebra deliberada del deber de custodia que sostiene la confianza en el proceso penal, sobre la base de que el fin justifica los medios. Para establecer esta responsabilidad no era necesario ir más allá de los elementos incontrovertidos. Con ellos, la sentencia demuestra la fortaleza de las instituciones cuando actúan con independencia y reafirman, sin estridencias, los principios que sostienen el Estado de Derecho.
