El presidente ruso parece ‘eterno’, aunque ya no es el de antes. Su ausencia en el frente, en actos públicos e incluso en el Kremlin da fe de ello

NotMid 03/01/2023

Estilo de vida

Vladimir Putin apenas tiene calles ni monumentos en su nombre. Ni fiestas, ni placas, ni edificios. Tras 22 años en el cargo, es muy consciente de que son los nuevos contornos de la Federación Rusa en el mapa los que le van a inmortalizar ante los rusos del futuro. Rehaciendo los límites de su país está cincelando su sarcófago.

Pero en ese viaje, el personaje parece estar devorando al hombre, que acaba de cumplir 70 años y en 2024 tiene otra cita ceremonial con las urnas para rebasar el cuarto de siglo en el poder. Según el día, algunos kremlinólogos creen ver que ha aparecido borracho ante las cámaras. O que se está muriendo, o que está aislado y perdiendo apoyos: puntos de inflexión que no llegan a cuajar. Pero el 2022 que acaba de terminar ha dejado sobre la mesa otro tipo de indicios que apuntan a un movimiento sísmico más de fondo. Lento, pero inexorable.

No sabemos si está enfermo y es complicado calibrar su popularidad. Pero el hecho es que, aunque Putin sigue pareciendo eterno, ya no es el de antes.

Cuando en la nochevieja de 1999 Putin fue nombrado sucesor por el presidente ruso Boris Yeltsin, su primer gesto fue volar a Chechenia, donde sus soldados batallaban con los insurgentes. Fue un viaje peligroso y audaz, que lo mostró como un hombre de acción en contraste con un Yeltsin viejo y achispado.

El mes pasado, tras casi 10 meses en guerra con Ucrania, el presidente ruso describió con todo lujo de detalles cómo había charlado con un combatiente ruso… pero a través del móvil de la madre del joven, durante una reunión con mujeres con hijos en el frente. Incluso ese grupo de señoras fue cuidadosamente seleccionado por el personal del Kremlin, que vela para que ningún invitado interpele al presidente e impone cuarentenas previas a la cita para que no le contagien nada. Putin no sólo no ha visitado el frente, sino que apenas aparece por el Kremlin y sigue viviendo entre las mismas cautelas del peor momento del Covid.

Su última decisión de saltarse su conferencia de prensa de fin de año es una señal de cómo lo que ocurre en el campo de batalla está afectando directamente a la toma de decisiones políticas en Moscú. Fue una cancelación de última hora debido a los crecientes temores de que el ya tradicional evento televisado estuviese dominado por lo que ocurre en Ucrania.

Aunque es pronto para decir que Rusia está perdiendo, hace tiempo que quedó claro que Putin no ha podido ganar. Y lo que empieza a admitirse en Moscú es que asociar mucho a Putin con la guerra tendrá un impacto negativo en su popularidad. La magia de 2014 -cuando la anexión de Crimea resucitó la popularidad de Putin y la guerra en Donetsk y Lugansk no importó a la opinión pública- se ha dado la vuelta como un calcetín.

Ahora la operación militar especial es un conjuro que no ha salido como debía. Las encuestas gubernamentales filtradas recientemente sugieren que el cansancio de la lucha puede estar extendiéndose. No sería una noticia si no estuviésemos hablando de un régimen basado en dar a los gobernados razones o miedos para ser pacientes hasta el infinito.

La última espantá del presidente confirma una tendencia. Putin tiene un calendario de cancelaciones más embarazoso que el de una soprano afónica. En verano tampoco realizó su tradicional programa de llamadas televisadas del público. Y por alguna razón todavía más difícil de adivinar, tampoco dio su discurso anual sobre el estado de la nación ante el parlamento. Sólo volvió a dirigirse a los rusos en el mensaje de fin de año.

UN GUERRERO EN APUROS

Rusia ha sufrido una serie de humillaciones militares en Ucrania en los últimos meses. Así se desacraliza lo que durante años ha sido la palabra divina de Putin: apenas unas semanas después de decir que sus nuevas conquistas serían parte de Rusia para siempre, la bandera ucraniana volvió a ondear en la ciudad que sus tropas asolaron al llegar y al marcharse. Pero lo que ha colocado a los rusos en un país distinto han sido los ataques con aviones no tripulados ucranianos en diversas bases muy en el interior de Rusia.

El Kremlin ha dibujado siempre a Rusia como una fortaleza sitiada por Occidente en la que Putin es más un comandante que un servidor público ligado a un programa electoral. Hoy ese castillo asediado es una fortificación vulnerada. Y el gobierno, que en un primer momento prefirió fingir que se trataba de accidentes, ahora ha cambiado de actitud y admite que los ucranianos están atacando impunemente en suelo ruso.

“Putin era un tipo duro antes, ahora es un perdedor. Literalmente. Su ejército, sus servicios de inteligencia, han demostrado ser inútiles contra un país mucho menos poderoso”, explica a EL MUNDO Abbas Gallyamov, que fue redactor de discursos del presidente ruso. “El rey está desnudo. Y ahora está claro para todo el mundo. Es difícil llamar a alguien perdedor si comete atrocidades, pero esas atrocidades no pueden cambiar el curso de los eventos”.

Durante años el Kremlin ha mostrado que, al menos dentro de sus fronteras, sabía imponer su narrativa. Pero esta vez las preocupaciones eran demasiadas para sentar a Putin ante la prensa. No sólo porque una guerra sin victoria contra un país tan íntimo resulta peliagudo a un lado y al otro del espectro político. Sino porque en el Kremlin había temores de que Ucrania pudiera organizar un gran ataque en los días previos al evento. Así lo dijeron seis funcionarios del Kremlin y del gobierno a The Moscow Times. Moscú ya no marca los tiempos.

SIN ATRIBUTOS

Durante estos años en el cargo, Putin ha afrontado guerras, crisis, escándalos de corrupción, protestas y hasta dos secuestros con toma de rehenes masiva. No siempre se ha mostrado eficaz, pero sí imperturbable. Es patente que no ha transformado a Rusia en un país libre, pero su figura ante los rusos está ligada a la estabilidad. Poco a poco, fue aumentando la represión, pero a muchos ciudadanos les dio igual porque era una minoría disidente la que la sufría. Rusia sigue teniendo una economía muy modesta, pero a Putin le permitía presumir que el país volvía a ser respetado -o por lo menos temido o tenido en cuenta- tras el desmorone de los noventa. Y aunque gran parte de los rusos siguen afrontando multitud de dificultades en su vida diaria y están hartos del gobierno, la policía o la justicia, Putin ha conseguido flotar sobre esos problemas como un zar que no está al tanto de lo pillos o zoquetes que son los funcionarios que tiene por debajo.

Todos estos atributos se empezaron a desdibujar sobre todo en 2022.

Putin ya no es un macho frío, sino un abuelo enfadado que lanza unas diatribas contra el exterior que al ruso de a pie le cuesta seguir. Durante la ceremonia de anexión de Donetsk, Lugansk, Jerson y Zaporiyia acabó mezclando casi en el mismo párrafo el nazismo de Ucrania con Satán, supuestas promesas incumplidas de EEUU y escenarios apocalípticos sobre el cambio de género en Occidente.

Los rusos han respetado su figura porque supo encarnar lo contrario de la inestabilidad de los noventa, gracias sobre todo al negocio de los hidrocarburos. Pero ahora el país afronta un 2023 de incertidumbre económica por culpa de las sanciones.

El líder ruso se las había apañado para gesticular un antagonismo con Occidente, pero al mismo tiempo ser un broker de los negocios con esa Europa tan decadente y sumisa a EEUU. Hasta países del difunto Pacto de Varsovia, que le daban la espalda, siguieron ‘adictos’ a su gas. Nunca tantos enemigos habían sido tan buenos clientes de un país cuyo abanico de importaciones es limitado. La guerra ha acabado con eso: Putin ya no es el hombre que hace los tratos, sino el culpable de que las empresas rusas ya no puedan seguir con sus negocios.

El líder ruso magnificó el ninguneo internacional de los noventa para poder decir, tras su regreso al Kremlin en 2012: “Hemos vuelto, nos temen, nos respetan, defendemos nuestras líneas rojas y zonas de influencia”. Pero 2022 ha dado la vuelta a esa imagen. El presidente que denunciaba la ampliación de la OTAN ha provocado que dos vecinos de Rusia se unan por vía de urgencia. El que fracturó a Ucrania en 2014 la ha unido para siempre. En aquel año Putin demostró conocer Ucrania mejor que EEUU y la UE: así consiguió una anexión de Crimea casi sin violencia y armó levantamientos en Donetsk y Lugansk que Kiev no pudo mitigar. 2022 le ha retratado en el papel contrario: como el hombre que se equivocó menospreciando a Ucrania.

Putin ha mostrado demasiada fe en el pasado. “La estrategia a largo plazo era confiar en que la historia vuelva a repetirse”, explica Owen Matthews, autor de Overreach, uno de los últimos libros sobre la invasión. “Después de Chechenia, Georgia, Crimea y Siria; la indignación y la resolución occidental al final se disolvieron”. Pero Kiev resiste. Y Europa aguanta.

IMPOSIBLE ESCONDERSE

Durante estos años de putinismo, funcionaba un ya famoso pacto tácito entre ciudadanía y el gobierno: los ciudadanos se mantenían ajenos a la política, y el gobierno no interfería en su vida privada. Ese pacto ha saltado en mil pedazos. Hay procesos contra profesores por hablar de la guerra en clase o contra jóvenes por colocar mensajes pacifistas en las estanterías de un supermercado. Putin ofrecía gloria soviética sin miedo estalinista, pero ahora es el segundo componente el que está tomando forma.

Durante años, se instaló un control invisible en la información. Antes, la presión del Kremlin domesticaba sin estruendo las líneas editoriales de los grandes medios. Ahora la censura ha hecho desaparecer canales, periódicos y radios.

Putin había captado la nostalgia por la URSS de una ciudadanía que no quería denunciar ese régimen pero tampoco volver a sus rigores. Ahora en las manifestaciones se pasa miedo y la gente teme escribir en redes sociales. El exilio ruso que antes era una pasarela de liberales, ahora es un naufragio ingente. Las víctimas del putinismo eran desconocidas porque no salían en los medios: ahora están en la lista de contactos. Y la guerra que se quería minimizar, llamó a la puerta de cada uno en forma de reclutamiento.

La lista de personas a las que culpar de todo esto es cortísima. Todos estos problemas son difícilmente disociables de Putin, puesto que desde el principio ha mostrado la guerra como una decisión personal, tomada incluso a espaldas de buena parte de su equipo. Durante años ha sido un zar que no sabía de los sobornos que hacen falta en un hospital, presuntamente ignorante del barrizal que son algunas carreteras que sólo existen en el mapa o ajeno a cómo se esconde la basura en montañas junto a ciudades menos afortunadas.

Pero el mayor problema de 2022 es su guerra. No puede alejarse de ella ni esconderla. Como mucho, amenazar para que nadie se atreva a llamarla por su nombre. Y algunos de sus hombres empiezan a hacerlo.

Agencias

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