Habrá cesiones ocultas y mentiras. Al pueblo se le esconderá lo máximo posible de la sórdida negociación entre chantajistas y chantajeados
NotMid 04/08/2023
OPINIÓN
GABRIEL TORTELLA
Al político más tramposo que hemos sufrido en estos últimos 45 años de democracia le ha salido bien, por los pelos, el farol que echó a España el pasado día 29 de mayo. Ya decían los latinos que la fortuna ayuda a los audaces, y la audacia no puede negársele a Pedro Sánchez, especialista en clavos ardiendo y recursos in extremis. ¿Es este «saltimbanqui de la política» (frase que Franco reservaba para los huelguistas, pero que resulta más apropiado para este especialista en juegos de ganapierde) el que España quiere y necesita como presidente del Gobierno, según él mismo parecía sugerir entusiasmado en la noche de su reciente derrota electoral? No parece deducirse eso de las cifras que él tanto celebraba desde un improvisado balcón en la calle Ferraz. Si fuera un demócrata y una persona responsable no habría mostrado tanto regocijo por seguir colgado del clavo candente, maniobrando para recibir de sí mismo, y en condiciones aún peores que las que tenía antes, la espantosa herencia que parecía destinada a su contrincante, Alberto Núñez Feijóo. Una persona responsable se habría despedido con alivio del Falcon y de las muchas otras prebendas que ha disfrutado a fondo y a nuestra costa en estos cinco años, con tal de librarse de los embrollos económicos, políticos, territoriales, legales y sociales que ha creado durante su mandato.
Pero no, Sánchez ni es responsable ni es demócrata, ni siquiera tiene el barniz de educación que se supone en todo ciudadano. Que yo sepa, es el segundo presidente derrotado que no felicita al vencedor en la misma noche electoral. Si no me equivoco, esta grosería la estrenó Donald Trump en Estado Unidos hace tres años y es otro de los rasgos desagradables del americano que Sánchez ha adoptado. ¿Asaltará las Cortes si no logra el apoyo del súbitamente rehabilitado Puigdemont?
Y, desde luego, no es un demócrata. Si lo fuera, se habría considerado mandatario del pueblo al asumir la investidura, mandatario para cumplir las promesas que hizo durante la campaña electoral. Y, en el caso de que las circunstancia cambiaran y él pensara que no podía cumplir sus compromisos por haber mudado las circunstancias, o por haber él cambiado de opinión, un demócrata dimitiría y se presentaría a nuevas elecciones para tratar de obtener un nuevo mandato del pueblo en las nuevas condiciones. Esto es de rigor en un demócrata, pero «dimitir Sánchez» es un caso clásico de oxímoron: unir dos palabras de significado opuesto.
Ya lo he dicho en otras ocasiones: para Sánchez la democracia es el Gobierno de Sánchez, no el mandato del pueblo. Y cualquier treta para lograr que gobierne Sánchez es legítima. Él sabe aún menos de teoría política que de teoría económica, pero, eso sí, es un maestro de la manipulación. Una moción de censura basada en una mentira y en una alianza disforme, con la connivencia, además, de un presidente censurado, cobarde y hastiado; y una elección en plenas vacaciones estivales y en un puente de Santiago por añadidura: estos son los ejemplos más sobresalientes de la democracia sanchesca. Hay muchos otros, desde cerrar las Cortes cuando le da la gana, hasta embutir el Tribunal Constitucional de acólitos contrastados del Partido Socialista, tratar al fiscal general del Estado como un apéndice del Gobierno, enchufar a familiares y amigos en los puestos públicos más pingües, y así un larguísimo etcétera. Su modelo, insisto, es Trump, para quien también la democracia es gobernar él y nadie más.
Examinemos sus aventuras recientes: Sánchez ha sabido convertir dos sonoras derrotas en una exigua victoria. Por dos veces han rechazado las urnas su política, el 28-M y el 23-J. Pero, en este último caso, sus marrullerías y varios innegables errores de la derecha (el más grave, caer en la trampa que este maestro de la cizaña y la confrontación les tendió, enfrentando a Vox con el PP; como los conejos de la fábula, se enzarzaron en «disputas de poco momento», dejaron lo que importaba, y perdieron un tiempo y unos votos preciosos) dejaron a esta a seis escaños de la mayoría absoluta.
Pero consideremos los recientes mensajes de las urnas: en mayo, la «marea azul» se llevó por delante todas las autonomías importantes que le quedaban al PSOE y se las entregó al PP, a veces coaligado con Vox; hace tiempo que no le ocurría a un partido en el Gobierno una debacle de estas dimensiones. Esto solo ya habría justificado una dimisión o, al menos, haber puesto su cargo a disposición de la Ejecutiva de su partido. Habría sido lo elegante y democrático. A Sánchez ni se le pasó por la cabeza. Para esquivar la rendición de cuentas, metió a su partido en una lucha a muerte para mantener posiciones, convocando elecciones en pleno verano (algo que en Andalucía está prohibido), seguramente calculando que los votantes de la derecha, con más posibles, estarían más probablemente veraneando que los de la izquierda, más proclives a tomar vacaciones en agosto.
Además, la derrota de mayo tiene que haber costado empleos autonómicos a muchos militantes del PSOE y llenado de terror el alma de los aún empleados en cargos nacionales. Estos habrán sacrificado lo que sea, olvidado el desánimo y la irritación contra Sánchez, y acudido a votar para salvar el puesto. Por su parte, los veraneantes de la derecha se habrán visto desmotivados por las encuestas, excesivamente optimistas para ellos, porque no contaron con el principal factor de la «resistencia de Sánchez»: el derrumbamiento de sus aliados separatistas en Cataluña, que han perdido en conjunto nueve escaños, siete de los cuales han ido a parar al PSC (un fenómeno parecido ya sucedió en 2008, cuando Zapatero ganó las elecciones gracias a los votos «robados» a los separatistas catalanes), trasvase que las encuestas al parecer no detectaron.
Esta rebaja de expectativas se ha interpretado como una aprobación a la gestión de Sánchez, lo cual es falso: ¿cuándo ha tenido el PSOE de Sánchez 137 escaños en apoyo de sus políticas? Nunca. No son los votos socialistas los que le dan fuerza, sino sus pactos con los separatistas. Y si un aumento de un 54% en el número de escaños del PP no es una fuerte reacción del votante español contra la ejecutoria gubernamental durante los últimos cinco años, un rotundo «no es no» a la entrega del Gobierno a los separatistas, entre otras muchas cosas, ya me dirán ustedes. La única excepción, no hay más que mirar el mapa, han sido las provincias donde campea el separatismo. Estas sí han mostrado un fuerte apoyo a la política de Sánchez. Así ha logrado este que se divida España. Otra cosa es que, por las razones que hemos visto, PP y Vox no hayan logrado conjuntamente la mayoría absoluta. Pero el rechazo a la política de Sánchez la han mostrado los votantes en dos ocasiones seguidas, en mayo y en julio. Sin embargo, la voz del pueblo a él le importa un pito.
Lo más probable es que, con equilibrios inverosímiles y mediante pactos inconfesables y ocultos, una coalición de perdedores encabezada por Sánchez forme gobierno. Sus perspectivas son aún peores que las de 2018-19. El PSOE ahora ha perdido las elecciones. El partido Sumar, que perdió su duelo con Vox y sustituye a Podemos, no es un verdadero partido, sino una especie de queso roquefort poblado de gusanos de distinto porte y pelaje, que empezarán a ir cada uno por su lado quizá incluso antes de que se forme gobierno, como en el chiste aquel de: «Niño, suelta el queso». Pero ni aun así habrá bastante queso; habrá que añadir otras variedades de diferentes orígenes hasta lograr una suerte de mayoría de minorías.
Por otra parte, este Gobierno no tendrá apenas apoyo autonómico y se enfrentará a un Senado clara y mayoritariamente hostil. Tendrá que seguir bordeando la ilegalidad en su difícil labor legislativa, y abusando del decreto ley en manifiesta violación del espíritu de la Constitución, cosa que, por supuesto, a Sánchez le importa otro pito. Habrá un continuo tira y afloja entre separatistas y Gobierno, chantajes, cesiones ocultas y un torrente de mentiras que dejen chiquito al de los pasados cinco años. Al pueblo español se le esconderá lo máximo posible de la sórdida negociación entre chantajistas y chantajeados. No conviene que la víctima advierta que lo es, ni en qué medida. Bien sabía Txapote lo que votaba. La degradación y la descomposición de España justificará sus asesinatos y probablemente acelere su salida de la cárcel. Quizá no falte mucho para que pase una Navidad en casa. Pronto veremos a Sánchez con una camiseta que diga en letras rojas: «Que me vote Txapote».
Gabriel Tortella es economista e historiador. Coautor de España, democracia menguante (Colegio Libre de Eméritos) y autor de Capitalismo y Revolución (Gadir)