NotMid 06/12/2025
OPINIÓN
ANA PALACIO
Es habitual describir la rivalidad entre Estados Unidos y China como una “nueva Guerra Fría”. La fórmula es tentadora: ofrece un marco conocido, reduce la incertidumbre y permite deslizar la ilusión de que la historia se repita y ‘ganemos’. Pero es una imagen equívoca que nos desarma intelectualmente al dispensarnos de analizar la naturaleza del desafío que plantea el nuevo superpoder.
Es preciso aclarar la esencia de la Guerra Fría. No se trató simplemente de un conflicto entre dos potencias, sino del choque entre dos visiones nacidas de la misma matriz ilustrada, luchando con ahínco para atraer a su causa a los actores surgidos del desmoronamiento de los imperios coloniales. El comunismo soviético era, en buena medida, el reverso de la democracia liberal; el ‘hombre nuevo’, la inversión del ciudadano con derechos y responsabilidades. La URSS buscaba adeptos para una propuesta divulgada como emancipadora. Frente a ella, se alzaba la apuesta occidental, ontológicamente universalista. Dos perspectivas que ansiaban transformar el mundo, ‘mejorar’ la humanidad.
Para entender esta batalla, conviene recordar que la Carta de Naciones Unidas tuvo 51 firmas. En tres décadas ese número se triplicó, y cada uno de estos estrenados miembros se constituyó en terreno de litigio entre los dos bloques. La gran oleada descolonizadora -que culmina a mediados de los setenta- no alumbró un Tercer Mundo neutral, sino un conjunto de países sometidos a seducción y presión. En 1955, la Conferencia de Bandung, hoy certificado símbolo del multilateralismo a reinventar, despuntó, en realidad, reivindicando una voz ante dos agrupaciones políticas, ambas totalizantes y excluyentes, que difícilmente admitían el no alineamiento.
En ese contexto, la confrontación global también afectó al Banco Mundial y al Fondo Monetario. El discurso de Robert McNamara en Nairobi (1973) es revelador: allí cristalizó el giro del International Bank for Reconstruction and Development o IBRD (su denominación original) desde la encomienda inicial de reconstrucción ante la devastación europea (la ‘R’ de la sigla), hacia la incorporación al ‘mundo libre’ de los Estados que accedían a la independencia (la ‘D’ que, por cierto, se consolidó gracias a la insistencia de las delegaciones latinoamericanas en la Conferencia de Bretton Woods, que aportaron la necesidad de abordar explícitamente el progreso económico como tarea del organismo). McNamara comprendió que el crédito, las infraestructuras y la asistencia técnica podían superar en eficacia a la propaganda para alistar a los recién descolonizados en la economía abierta y los mercados de capitales.
Nada de esto se asemeja a la situación actual. El afán del Partido Comunista no es convertir. No pretende exportar una ideología universalista ni brindar una utopía de salvación colectiva. China se concibe como Zhngguó, ‘el país del centro’; una cultura autosuficiente que no rastrea discípulos, sino reconocimiento. Su meta no es adhesión a un ideario, sino subordinación funcional; controlar tecnologías críticas, condicionar cadenas de valor y absorber la demanda global que compense su sobreproducción. Su estrategia de ‘doble circulación’ resume bien esta ambición: autonomía interna y dependencia exterior unilateral. Opera desde una lógica civilizatoria, no ideológica.
La noción de tianxia -‘todo bajo el cielo’- ayuda a descifrar este patrón. No es un universalismo misionero como el soviético, ni un imperialismo territorial al estilo del pasado europeo. Es una visión del mundo ordenada desde un foco legítimo en torno al cual los demás gravitan según su grado de vasallaje o afinidad; donde el centro irradia la armonía del conglomerado. Esta concepción, arraigada en la tradición confuciana y presente en la historia imperial, reaparece hoy en cómo Pekín teje dependencias tecnológicas, económicas y regulatorias. No aspira a la adopción de su régimen; aspira a su aceptación como referencia.
Tampoco cabe discurrir, con propiedad, en términos de bloques. Los bloques tenían fronteras nítidas y una motivación ideológica definida. Lo que emerge en la coyuntura actual son zonas de influencia; una recuperación de fórmulas muy anteriores a 1945. China interviene desde el meollo con auctoritas y centralidad. Estados Unidos, por su parte, se mueve lejos del rigor doctrinal de la Guerra Fría y cae en un preocupante batiburrillo de instrumentos. Buen ejemplo es la dificultad de calificar lo que vemos recientemente en América Latina: una mezcla intereses estratégicos, cálculos domésticos y mensajes contradictorios. Un confuso tropismo hemisférico.
La URSS se enfrentaba al orden internacional cuajado tras la Segunda Guerra Mundial; su impulso era destructivo. Putin es hoy su heredero más fiel; ha escrito sin ambages sobre la demolición del orden liberal como objetivo. China, en cambio, no quiere desmantelar el entramado multilateral, sino ocuparlo y reorientarlo: conservar la arquitectura, pero insuflar su entendimiento de la autoridad, la armonía y la jerarquía.
En este punto resulta esclarecedor rescatar los debates entre P. C. Chang, diplomático chino mandatado en la elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, y Eleanor Roosevelt, quien encabezaba la delegación estadounidense y la propia comisión redactora. Chang defendía la primacía del grupo, la finalidad securitaria, la virtud de la obediencia y el respeto al precedente; Roosevelt, la dignidad intrínseca del individuo como fundamento del orden internacional. Aquella tensión quedó sepultada en el texto oficial, pero hoy resurge en la manera de proyectar China su visión.
Así, hablar hoy de “Guerra Fría” es un error de categoría. La Guerra Fría fue una lucha entre sistemas que querían reemplazarse mutuamente, y, en consecuencia, tenía un final posible de victoria total. La rivalidad con China no se juega en ese tablero. No es una cruzada ideológica, sino una pugna por configurar el mundo; por quién fija los estándares tecnológicos, quién tiene los datos, quién determina las vinculaciones críticas. La URSS proclamaba un modelo; China teje dependencias. Aquel conflicto buscaba conversos; éste busca posiciones de influencia y control.
Europa, atrapada con demasiada frecuencia en metáforas heredadas, debería ser la primera en abandonar el reflejo condicionado de la Guerra Fría. Mirar el presente con las lentes del pasado es la forma más segura de quedar fuera del diseño del futuro. Y hoy el reto no es derrotar un sistema rival, sino impedir que otro reordene el mundo sin nosotros.
