Desde que el ‘procés’ se convirtió en método de poder, España asume como rutina lo que debería ser excepcional
NotMid 25/10/2025
EDITORIAL
El futuro político de España pende del voto de 6.000 militantes de un partido independentista. Lo que antaño fue un síntoma de la fractura catalana -la consulta de la CUP que derribó la carrera como president de Artur Mas en 2016, por ejemplo- se ha exportado al corazón del Estado. El procés ya no se limita a un territorio: se ha procesizado la política nacional. La gobernabilidad de un país de 48 millones de ciudadanos depende hoy de una asamblea telemática convocada por un prófugo de la Justicia que, desde Waterloo, decide los plazos y la intensidad del chantaje al Gobierno.
Carles Puigdemont ha ideado una consulta sobre la retirada de su apoyo a Pedro Sánchez hecha a su medida, disfrazada de democracia interna pero concebida como instrumento de control. Así ha sucedido en anteriores ocasiones, donde sus siete votos en el Congreso la han permitido escenificar un juego de poder. La militancia decidirá, pero solo después de que el círculo mínimo del expresidente catalán le entregue la pregunta ya respondida. Y, en el caso de que se produzca la ruptura, habrá que ver en qué forma se materializa:es muy distinto sacar a Sánchez del Gobierno que dejar de apoyarle como socios parlamentarios.
Detrás de todo este simulacro hay un pánico real: el de Junts ante su propia descomposición. El auge de Aliança Catalana -que este sábado celebra 37 actos bajo el lema «Salvemos Cataluña»- ha encendido todas las alarmas en el espacio posconvergente. Tras las alertas de los alcaldes y los concejales, pegados al terreno y no en el lejano Waterloo, Puigdemont teme una fuga de cuadros municipales hacia el partido de Sílvia Orriols. En esa pugna, el líder fugado necesita presentarse como el único garante de la «dignidad catalana» frente a un Sánchez débil y «traidor».
En el otro lado, el PSOE vive con creciente inquietud la enésima sacudida de su socio indispensable. En público, Moncloa dice mantener la calma; en privado, los cuadros admiten nerviosismo. Incluso el propio presidente, preguntado por la consulta de Junts, perdió las formas y el control del gesto, un signo inequívoco de que el temblor llega al núcleo del poder.
El problema no es solo la debilidad parlamentaria, sino la mutación institucional que esa debilidad ha traído consigo. Desde que el procés se convirtió en método de poder, España ha asumido como rutina lo que debería ser excepcional. El Gobierno ha normalizado el marco del independentismo y lo ha hecho propio, reduciendo la política a un permanente trueque de supervivencia. El resultado es un país rehén de la inestabilidad y del cálculo táctico. La procesización de la política española no es ya una metáfora, sino la traducción literal de un modelo de crisis permanente. España no puede seguir funcionando al ritmo de las consultas de un partido que solo busca su beneficio particular.
El pecado original de esta legislatura fue entregar la gobernabilidad a un prófugo y eso no va a cambiar, por muchas vueltas que se le pretenda imprimir. La única manera de salir de esta situación es una convocatoria de elecciones que expíe dicho pecado.
