NotMid 10/02/2023
OPINIÓN
HELENA RESANO
Era un momento histórico. LeBron James tirando a canasta y convirtiéndose en el mayor anotador de la NBA de toda la historia. Una canasta que ocuparía portadas y portadas. Y de todos los que llenaban ese estadio, de los privilegiados que estaban ahí, cuesta encontrar a alguno que lo estuviera viviendo en vivo y en directo. Sí, estaban, pero no lo estaban mirando. Todos tenían el teléfono en la mano, intentando inmortalizar esa canasta con el móvil, es decir, que lo vieron a través de la pantalla, como usted y como yo, que lo vimos a través del objetivo de los fotógrafos que estaban a pie de pista. Entonces, ¿qué valor tenía estar allí?, ¿para qué pagar miles de dólares por una entrada si al final no lo iban a ver, si no iban a disfrutar visualmente de cómo el balón bajaba por la red de la canasta?
Hemos preferido inmortalizar con nuestros teléfonos lo que pasa a generar un recuerdo en nuestra mente. Los recuerdos son fotos, y las fotos son, sobre todo, pantallas. Nuestra memoria se está construyendo así, y no sé si eso es bueno, malo, menos bueno o menos malo. Nuestros recuerdos son olores, sensaciones, frases y, sobre todo, imágenes. Imágenes que no sabes por qué se fijan en tu corteza cerebral. El otro día me sorprendía a mí misma recordando una de esas imágenes que, sin representar un gran momento vital, tengo grabada, la puedo reconstruir como si la hubiera vivido ayer. Y han pasado unos cuantos años. Vino a cuenta de una felicitación. Soy un desastre para acordarme de las fechas de cumpleaños; mi madre, que lo sabe, me suele chivar que hoy toca felicitar a tal tío, tal sobrino, tal persona. Solo recuerdo los de mis hijos, mi marido, mi madre, mis hermanos y, no me pregunten por qué, el de mis dos primas pequeñas. Y ya. Pues bien, una de esas primas cumplía hace unos días y después de felicitarle recordé el día que fuimos al hospital, muy pequeñas ella y yo, a conocer a su hermana. Recuerdo cómo se abrió la puerta de la habitación, dónde estaba la cama, la ventana, la sorpresa de ver a mi nueva prima tan pequeña y tan peluda, era una morenaza regordeta preciosa. Recuerdo perfectamente dónde estaba mi tío, mi tía tumbada en la cama con ese precioso bebé en brazos. Es un flash, pero el recuerdo es nítido. Y ahí está, formando parte de mi biblioteca visual, de mi vida.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. No sé si una imagen puede valer más que mil recuerdos
No sé si ese momento sería exactamente igual si hubiéramos grabado un vídeo entrando en la habitación. En mi recuerdo no hay sonidos, no hay frases, pero sí la sensación de que ese momento fue feliz. Y está archivado como tal, ahora que mi tío ya no está y que nosotras, esas niñas pequeñas admiradas por la miniatura de ese bebé, ya sumamos unos cuantos años.
La canasta de LeBron se inmortalizó en cientos de móviles la otra noche. Una foto que se quedará en esa memoria gráfica del teléfono. Podrán mirarla cientos de veces, pero no sé si revivirla. No sé si ver esa foto generará emociones parecidas a las que vivieron cuando estaban allí. O si esos recuerdos serán los mismos de quienes decidieron no perderse ni un detalle y dejaron el móvil guardado. Supongo que el teléfono y la memoria de su móvil la tendrán asegurada, habrán hecho una copia de seguridad, porque si pierden el móvil, pierden la foto y pierden el recuerdo. No habrá nada de aquella canasta. Ni siquiera en su memoria, o sí, será la imagen que vieron a través de la pantalla.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras. No sé si una imagen puede valer más que mil recuerdos. O si los recuerdos serán los mismos con una imagen. ¿Ustedes qué opinan?