NotMid 17/08/2023
OPINIÓN
ARCADI ESPADA
La elección del presidente del Congreso era una ocasión para que los dos partidos mayoritarios recobraran, aunque fuera episódicamente, la lucidez y llegaran a un acuerdo que, a diferencia del de investidura, no tenía por qué desembocar en un tajante escenario de suma cero. Podrían haber propiciado, por ejemplo, que el representante de una tercera fuerza alcanzara la presidencia. Y la elección del presidente y de la propia Mesa del Congreso podrían haber traducido también, y hasta con elegancia, la inédita situación política de que un vencedor electoral no disponga del suficiente apoyo parlamentario. Separando este acuerdo institucional de la crítica investidura se habría subrayado la relativa autonomía del legislativo y devuelto una higiene de neutralidad a los debates en la Cámara. Pero la depravación de la política en España lo ha impedido. Es desmoralizador que ni el Pp ni el Psoe hayan incluido tal acuerdo transversal entre sus numerosas ofertas y cábalas. Y hayan aceptado, por consiguiente, que el prófugo Puigdemont se convierta en el principal actor de la legislatura, incluso antes de que la legislatura haya comenzado.
La responsabilidad principalísima de este oscuro momento de la democracia española corresponde al Psoe, que es el único de los dos partidos que puede gobernar con el apoyo del prófugo. Pero sobre el Pp planea la incómoda sospecha de que también habría buscado el acuerdo con Puigdemont si hubiese sido posible -lo prueban sus peligrosas vacilaciones en la elección del alcalde de Barcelona- y la evidencia de que no rechazaría presidir el Congreso aunque semejante posibilidad dependiera de un Puigdemont colocado en modo pasivo. Por lo demás esta garrafal práctica de Pp y Psoe, aliada con el discurso periodístico dominante, fascinado por fas o por nefas con el prófugo, impide observar también el asunto desde el lado del supuesto actor principal. Un hombre que vive en el exilio, sobre todo de sí mismo. Protagonista de la ceremonia más ridícula del nacionalismo catalán desde el complot de Prats de Molló (1926). Jefe de un Gobierno que acabó en la cárcel y en cuya defensa no participó un solo catalán vivo. Diseñador de una estrategia de internacionalización que acumula reveses políticos y judiciales, sin más excepción que la lasitud del Estado fallido belga. Y obligado a hacer presidente a un chulapo con parpusa, si quiere sacar al menos la cabeza de su cenagoso Waterloo.
O sea, un triunfador en el sentido catalán más riguroso. Pero en las manos, eso sí, de estúpidos y sectarios españoles.