El objetivo, no logrado porque una empleada escapó por la ventana y avisó, era rescatar al agregado comercial, que quería desertar. Ahora un libro desvela la realidad del asalto y lo que sí se llevaron

NotMid 30/12/2022

ESPAÑA

Es una fría tarde de viernes del invierno de 2019 en el madrileño barrio de Aravaca. Un hombre con traje negro y corbata de lunares, que lleva coleta y un pin con el rostro de Kim Jong-un en la solapa, presiona el timbre de la embajada de Corea del Norte. «Buenas tardes, mi nombre es Matthew Chao», suelta en un buen español. Dice que hace unas semanas estuvo allí y que ha regresado para entregar un regalo al señor So Yun-suk, el agregado comercial, que en ese momento es el funcionario de más alto rango que se encuentra en la embajada.

Al escuchar el nombre de su jefe, el interlocutor, un empleado norcoreano llamado Jin Choe, que se encontraba regando el césped del jardín, decide abrir al visitante y pedirle que espere sentado en un banco que hay en el interior del edificio mientras va a buscar al señor So. Justo cuando Jin desaparece, Matthew se levanta y va hacia la puerta. La abre y entran corriendo cinco hombres con gafas de sol, que estaban ocultos tras uno de los muros laterales del complejo diplomático.

Los intrusos se cubren la cara con pasamontañas negros y sacan varias pistolas y esposas. Entran en la residencia y se dispersan por los pasillos apuntando con las armas a los empleados de la embajada, a los que llevan a una sala de reuniones, donde los atan y cubren la cabeza con bolsas de plástico. Uno de ellos es el señor So, al que separan del grupo y lo bajan al sótano.

En 15 minutos, los asaltantes, que se comunican entre ellos por pinganillos conectados a una aplicación de walkie-talkie de sus móviles, han tomado el control de la embajada. Registran cada rincón del edificio. De una sala llena de fotografías de las tres generaciones de la dinastía Kim, que han gobernado Corea del Norte desde su fundación en 1948, se llevan varios pendrives y dos ordenadores. De otra habitación, forrada con papel de aluminio -que creen que es el centro de inteligencia donde se reciben las órdenes desde Pyongyang a través de un sistema criptográfico-, cogen un móvil, varias carpetas con documentos y dos discos duros.

Matthew se lleva también al sótano a la mujer y al hijo del señor So. Todo va según lo planeado. Hasta que se dan cuenta de que se les ha escapado la mujer de uno de los funcionarios de la embajada. Ella, Cho Sun-hi, había saltado por una terraza y salido a la calle principal. Gateando por la calzada y retorciéndose de dolor tras la caída, un coche casi la atropella. El conductor, un trabajador de un gimnasio cercano, no logra entender lo que la mujer grita en coreano, así que la lleva a una clínica del barrio, donde llaman a la policía.

Cuando los agentes logran con el Google Translate descifrar lo que dice la mujer sobre un ataque a la embajada norcoreana, una patrulla se acerca al edificio y llama a la puerta. Matthew ve por las cámaras llegar a tres agentes y decide abrir él mismo. Haciéndose pasar por un funcionario norcoreano , asegura que todo está en orden y que, si la policía quiere interactuar con alguien de la embajada, debe hacerlo por los canales oficiales. Matthew había ganado algo de tiempo, pero sabía que los agentes, cuando lograran un traductor, descubrirían el asalto e intervendrían a la fuerza.

Tras cerrar la puerta, el hombre baja al sótano.

-Señor So, nos han descubierto.

-No puedes mantenerme a salvo, Adrian. Tienes que irte.

Matthew Chao en realidad se llamaba Adrian Hong, fundador de Free Joseon, un grupo de activistas que luchan por derrocar al régimen de Kim Jong-un y que llevan años ayudando a escapar a desertores norcoreanos. El agregado comercial de la embajada en Madrid, el señor So, era uno de esos desertores y el plan orquestado por Adrian y su equipo era simular un asalto para sacar al funcionario y a su familia de allí. Pero salió mal y el grupo huyó de la embajada, sin el señor So, en coches con matrícula diplomática antes de que llegara la policía.

El asalto ocurrió el 22 de febrero de 2019. El último paradero conocido de Adrian fue el 27 de febrero en Nueva York, cuando entregó todo el material robado al FBI. En España, el juez de la Audiencia Nacional José de la Mata emitió una orden internacional de arresto contra la banda. Adrian se fugó y nadie ha vuelto a saber de él. El único detenido de los asaltantes fue un ex marine norteamericano llamado Christopher Philip Ahn, a la espera de su extradición a Madrid.

Después de tres años con todo tipo de rumores sobre si el asalto había sido un plan de la CIA para robar información sobre las bases secretas de misiles y el programa nuclear de Kim Jong-un, ahora sabemos la verdadera historia gracias al libro El rebelde y el reino, que acaba de publicar el periodista estadounidense y autor de bestsellers Bradley Hope, quien mantenía antes del asalto un contacto estrecho con Adrian Hong como una de sus fuentes en temas de Corea del Norte cuando escribía para el Wall Street Journal.

«Adrian era un personaje fascinante y misterioso. Siempre estaba en movimiento, viajando por el mundo. Aunque nunca compartió conmigo ninguno de sus trabajos clandestinos sobre Corea del Norte. Cuando desapareció tras el asalto a la embajada, traté de investigar todo sobre su vida, hablando con tantas personas que lo conocieron como pude para entender el despertar de su activismo y su creencia de que no tenía más remedio que arriesgarlo todo para salvar a los norcoreanos de una vida de miseria y degradación», explica Hope en una entrevista con Crónica.

«Todo suena como una película de espías, por lo que obviamente todos asumieron que Adrian y su grupo eran espías reales tras el asalto. La misión principal de Free Joseon ese día fue rescatar al agregado comercial, pero Adrian tiene ambiciones más amplias para facilitar la caída del régimen de Kim en Corea del Norte. Una de sus fortalezas a lo largo de los años es la recopilación de inteligencia, por eso se llevaron todos los ordenadores y las memorias USB. Cuando regresaron a EEUU, después de la misión fallida, entregaron el material al FBI en la creencia de que era la mejor manera de brindarle a Washington la información que necesitaba sobre asuntos de seguridad global», explica Hope.

«Pero Adrian no se dio cuenta de que el FBI sigue las leyes y los tratados internacionales. Asumió que el gobierno estadounidense los protegería, pero no era así porque esta operación ocurrió mientras Trump buscaba la paz con Kim Jong-un. Nadie en el poder ejecutivo estadounidense estaba interesado en hacerle ningún favor. Por ello Adrian tuvo que huir de nuevo».

En el libro, Hope traza con detalle el perfil del hijo de un misionero cristiano surcoreano que emigró a Tijuana (México). El padre de Adrian, campeón de taekwondo, lo entrenó de pequeño en artes marciales. Incluso le buscó un apodo para subirse al ring: El Tigre. Después, ya de adolescente, Adrian vivió con su familia en San Diego (EEUU), estudió Ciencias Políticas y se convirtió en un activista que luchaba por la defensa de los derechos humanos de Corea del Norte.

Fundó Free Joseon para ayudar a los refugiados que huían del régimen de Pyongyang. Incluso se trasladó varias veces a China para reubicar a los desertores y mandarlos a Estados Unidos. Fue ganando adeptos y simpatías en Occidente. Tanto, que llegó a visitar hasta cinco veces la Casa Blanca, reuniéndose con los presidentes Bush y Obama. Se convirtió en un reconocido analista político como columnista en el New York Times y montó proyectos humanitarios en Haití y orfanatos en Mongolia y en México. Hasta llegó a viajar a Libia tras la caída de Gadafi (2011) para intentar mediar. Estas son las caras del hombre ahora en busca y captura que falló en su intento de rescatar a un desertor de la embajada de Corea del Norte en Madrid.

Agencias

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