Hay lágrimas aceptables en política. Para distinguir aquellas que ennoblecen a un líder de las que lo vuelven intolerable basta con examinar si llora por su interés o por el nuestro

NotMid 24/01/2023

OPINIÓN

JORGE BUSTOS

De nuestra democracia sentimental ya no podemos excluir el llanto como categoría política. Pero una cosa es disculpar que los políticos también lloren y otra muy distinta es que convirtamos la flojera lacrimal en la medida misma de su crédito. No solo porque no hay estrategia retórica más vieja que la oportuna exhibición de lágrimas de cocodrilo, como sabe cualquier tertuliano del corazón, sino porque los ciudadanos nos merecemos la contención pública de nuestros representantes. No vaya a ser que además de sufrirlos tengamos que consolarlos.

Viene esto a cuento del gimoteante adiós de Jacinda Ardern a los 42 años, edad a la que en tiempos previos a la efebocracia tiktokera solía arrancar un cursus honorum. De modo que su despedida, por popular que resulte, no fue un ardiente ejemplo de humanidad sino la constatación del fracaso de su proyecto. Nadie imagina a Thatcher despidiéndose así.

-¿Insinúa usted que Jacinda, que se ha enfrentado al terrorismo, a la pandemia y al odio del patriarcado, no tiene derecho a perseguir la felicidad fuera de la trituradora política?

No, no estoy negando que Jacinda Ardern sea un ser humano. Digo que para que la democracia representativa continúe funcionando, el político debe esforzarse por preservar la línea que separa la esfera privada de la pública. Porque lo primero que hace el populismo es drenar esa frontera, sentenciar que lo personal es político y deslizarse por la pendiente totalitaria de la razón anulada por la uniformización del sentimiento, senda siniestra que conduce hasta esos norcoreanos aterrados ante la idea de ser el primero que deja de gemir en público al morir un Kim.

Hay lágrimas aceptables en política, sin embargo. Para distinguir aquellas que ennoblecen a un líder de las que lo vuelven intolerable basta con examinar si llora por su interés o por el nuestro. Aquella ministra italiana que lloraba en 2011 por los recortes que iba anunciando se comportó con dignidad: era consciente del sacrificio que se veía obligada a imponer. Pero aquí hemos visto humedecerse jetas que vosotros no creeríais. Hemos visto hipar a Junqueras porque no le dejaban extranjerizar a la mitad de su comunidad. A Pablo Iglesias licuarse encima cuando por fin tocó poder institucional. En cambio Rajoy lo perdió y se fue a un bar a cocerse, que quizá es la mejor manera de ahogar las lágrimas. En cuanto a Sánchez, solo lo vimos lloroso una vez: cuando sus compañeros lo echaron de Ferraz tras intentar un pucherazo. Nunca la rabia nublando unos ojos nos salió tan cara.

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