NotMid 01/10/2022

OPINIÓN

ANA PALACIO

Desde el horror que provoca la vesania del agresor y la amenaza de escalada del conflicto, la ilustración doble de este retornado Equipaje de Mano refleja la transformación del paradigma geopolítico. En la primera instantánea, un pletórico Vladimir Putin debate el mundo con el Presidente de Estados Unidos hace algo más de un año. La segunda -reciente- captura cómo al mismo Putin le hace esperar su homólogo de Kirguistán en los márgenes de la reunión de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) en Uzbekistán. Uno de los muchos que, hace un año, hubiera hecho cola -y más- por una audiencia del Zar.

La madrugada del 24 de febrero, mientras llovían misiles y avanzaba el respetado y temido ejército ruso en Ucrania, el mundo cambió. Más allá del futuro incierto de un país cuya soberanía se ha visto violentamente cuestionada, o de la crisis de seguridad en el corazón de Europa -con sus derivadas energética y alimentaria-, la decisión de Vladímir Putin de perpetrar la invasión de su vecino pasará a la historia del poder y su ejercicio.

Ahora, 219 días después, Rusia ha perdido prestigio, estatus, consideración en la comunidad internacional. Aumentan las voces que califican el abandono por el Kremlin de las más elementales normas de la convivencia entre Estados, como peligroso acercamiento a la categoría de actor terrorista. Moscú se asocia a su capacidad desestabilizadora -de sembrar terror-, evidenciada en sus últimas intimidaciones nucleares. Lejos de la fortaleza que propugnaba Putin, lejos del protagonismo que aspiraba a consolidar, la Rusia actual es una sombra de la que era; una sombra que se proyecta en la abyección de las fosas de civiles abatidos -y a menudo torturados- o la (presunta) autoría de la voladura de los gasoductos Nord Stream.

Convengámoslo, lector: Putin ha hecho trizas la imagen exterior de su gran país, componente fundamental de la identidad histórica rusa; un destino manifiesto de ser potencia mundial, de mover los hilos (o por lo menos sujetarlos) de las relaciones planetarias. Cierto, Putin tenía asumido que no lo conseguiría solo; así, 20 días antes de iniciar su “operación militar especial” en Ucrania, acordó una prolija declaración con el Presidente Xi. En ella, plasmaba el sistema global que ambicionaba -tras desmontar el orden internacional basado en reglas nacido de la Segunda Guerra Mundial-. Y el liderazgo que se veía desempeñando: formalmente, los términos eran de igualdad entre los dos autores.

Putin esperando a su homólogo de Kirguistán.AFP

Hoy, tras las humillaciones en el frente de batalla -y en el frente de la opinión pública-, el Presidente de la Federación Rusa ya no puede pretender estar a la altura de Xi. Su reconocimiento de las “preguntas y preocupaciones” de Pekín sobre la “crisis en Ucrania”, durante su reunión bilateral en Uzbekistán el mes pasado, constituyó la admisión implícita de su nueva situación de junior; el resumen oficial chino del mismo encuentro ni siquiera menciona la guerra.

En idéntica línea, la comparecencia de los Ministros de Exteriores chino y ucraniano, al margen de la Asamblea General de la ONU, subrayó la postura china de respetar “la soberanía y la integridad territorial de todos los países” -una denuncia apenas velada de los referendos de anexión, el día antes de que comenzaran-. Sumado al tono cada vez más crítico de los comentaristas en medios estatales chinos sobre las acciones rusas en Ucrania, hace pensar que la amistad “sin límites” declarada el pasado febrero, podría resultar más que acotada.

La ligazón con China no es la única que se ha visto afectada: la relación de Moscú con Nueva Delhi ha entrado en una nueva etapa. Forjado durante la Guerra Fría, el vínculo indo-ruso nació del deseo indio de contrarrestar la asociación estratégica entre Pakistán, su rival proverbial, y Estados Unidos.

Este matrimonio de conveniencia se expandiría hasta englobar vertientes diplomáticas (la Unión Soviética defendió más de una vez los intereses de India en el Consejo de Seguridad de la ONU), además de energéticas (Moscú ha invertido en el sector nuclear indio; Nueva Delhi, en combustibles fósiles siberianos) y militares (se estima que el 70-85% del material militar indio procede de Rusia).

En los últimos años, mientras Putin ha obrado un frente unido con Pekín contra el vigente orden mundial, India ha buscado mayor relevancia geopolítica acercándose a EEUU. Cuando la invasión, el Primer Ministro Modi quiso mantener su tradicional postura “no alineada” -no suscribiendo las sanciones impuestas por Occidente y comprando petróleo barato-. Ante los desatinos crecientes del decaído Zar, sin embargo, ha cambiado de táctica. Modi, en la referida reunión de la OCS hace dos semanas, fue claro en su censura de Putin, recalcando que “la era actual no es de guerra” y que el Kremlin debería “pasar por un camino de paz”. Qué duda cabe que el ejército ruso y su equipamiento ya no inspiran confianza ni incentivan apoyos.

Vemos también flaquear la red de aliados que el Kremlin había construido a lo largo de las últimas tres décadas. La integración regional -con trasfondo imperialista- liderada por Moscú mediante iniciativas como la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) transpiraba solidez en enero cuando el presidente de Kazajistán le pidió refuerzo para controlar las protestas que arrasaban Astaná. Pero en junio, él mismo anunció que su gobierno no reconocería la independencia del Donetsk y Luhansk. La semana pasada, en Nueva York, pedía el respeto de los “principios primordiales” de la igualdad soberana, la integridad territorial y la coexistencia pacífica, a la vez que denunciaba la posibilidad del uso de armas nucleares, “ni siquiera como último recurso”. Y esta semana, aseguraba que “cuidaría y garantizaría la seguridad” de los rusos que cruzaran su frontera para evitar el reclutamiento.

Armenia, patio trasero para Putin, brinda otro ejemplo paradigmático. Las recientes hostilidades con Azerbaiyán testimonian la influencia menguante del Kremlin, guardián de la paz desde que trabó el acuerdo tras la guerra del 2020. Porque, a pesar de ser tutor histórico de Armenia (incluso con tropas desplegadas allí), Rusia no tiene capacidad para protegerla. Putin ya no garantiza la seguridad de la zona: esta vez, las negociaciones han sido moderadas -para colmo de males de Moscú- por Estados Unidos.

La auctoritas del Kremlin se desmorona internacionalmente. Ceremonias como la de ayer, de formalización de la “rusificación” -sobre referendos de pacotilla- de territorios ucranianos malhabidos por el Kremlin, no pesan. Y en el discurso de Putin se descuenta el eco de la enloquecida huida hacia adelante que ha emprendido.

En los vuelcos sistémicos emergen siempre ocasiones virtuosas. Y mirado fríamente, nuestro contexto convulso ofrece una coyuntura favorable para abordar con éxito la reforma de las instituciones y tratados que nos gobiernan, imprescindible para su supervivencia. Menos del 15% de la población mundial (una cuarentena de países) respaldaron las sanciones por la invasión, mientras cerca de dos tercios de la humanidad no quiso secundar la denuncia de Rusia. En los primeros compases de la agresión, muchos -entre sus responsables políticos- consideraron que no les concernía y, por tanto, evitaron tomar partido.

Pero la brutalidad y el desafuero de Putin están provocando la reflexión de un conjunto de actores del llamado Sur Global, quienes exigen un multilateralismo actualizado, y buscan -justificadamente- voz y relevancia en el manejo de los asuntos planetarios. Su participación en cualquier reformulación del orden global será necesaria para mantener los grandes principios compartidos: universalidad, derechos humanos, integridad territorial.

Así, dentro de la tragedia sembrada por Putin, dentro de la incertidumbre que nos aflige, en Ucrania se origina una oportunidad que no debemos -no podemos- desaprovechar.

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