Los gobiernos deben negociar ahora con la Eurocámara que quiere que la reubicación entre Estados, en caso de emergencia, sea obligatoria para todos
NotMid 09/06/2023
EUROPA
Tras ocho años de división, peleas y amenazas, los 27 han llegado a un acuerdo en principio este jueves sobre sobre cómo repartir o compartir las responsabilidades y los costes de acoger a refugiados y migrantes. “Los ministros acaban de acordar un enfoque general sobre el Reglamento de Gestión de Asilo y Migración y el Reglamento de Procedimiento de Asilo”, celebró la presidencia sueca pasadas las 20.40 de la noche, tras un largo encuentro marcado por la batalla abierta entre Italia y Alemania. “Estos expedientes constituyen los dos pilares principales de la reforma del sistema de asilo de la UE y son clave para un buen equilibrio entre responsabilidad y solidaridad. El arduo trabajo durante varias Presidencias ha contribuido al resultado que hemos logrado hoy”, ha añadido el Gobierno sueco.
En realidad, la cuestión no está resuelta. Este trámite era la parte más complicada, pero no la última, y el tema va a seguir provocando dolores de cabeza. La Comisión debe pulir algunos detalles técnicos, el espíritu será discutido en profundidad en el próximo Consejo Europeo, y la siguiente fase es el paso por los llamados trílogos, por lo que habrá réplicas en los próximos meses. El objetivo era salir con un pacto, o al menos venderlo así, pero las discrepancias siguen siendo profundas y entre las delegaciones, en la sede del Consejo en Luxemburgo, ha habido más caras de preocupación que de alivio.
Los ministros han consensuado los criterios y umbrales que quieren que se apliquen a la hora de activar un mecanismo de “solidaridad flexible” que obligará a los demás países a mover ficha cuando uno de los socios se vea desbordado, bien aceptando en su propio territorio la reubicación de una parte de los llegados o abonando una compensación de 20.000 euros por cada caso que rechace. Los ministros han decidido por mayoría en votación, pero como ocurrió hace ocho años, forzar una decisión algo por esa vía y no la unanimidad (como habían aceptado los líderes continentales) en un tema tan sensible es garantía de fracaso. Sólo Hungría y Polonia han votado en contra del acuerdo, pero Bulgaria, Malta, Eslovaquia y Lituania se han abstenido, lo que muestra las limitaciones.
El texto debe pasar ahora por el Parlamento Europeo, que si bien está dividido ha pedido siempre que las reubicaciones sean obligatorias y vinculantes, no optativas ni intercambiables por dinero. “Este acuerdo prueba que hay confianza entre socios y un gran espíritu de solidaridad entre miembros. Y eso es muy valioso. Es un momento histórico. Los trílogos no me dan miedo, no será la primera vez que empezamos con posiciones muy diferentes así que estoy convencida de que podemos llegar a un acuerdo”, ha afirmado la comisaria de Interior, la también sueca Ylva Johanson.
La jornada ha sido larga y llena de choques. El italiano Matteo Piantedosi calificó como “una propuesta condenada al fracaso” el texto de compromiso sueco. Otros nueve países, cada uno por sus razones, se pronunciaron igualmente en contra, pero al final hubo punto de encuentro. Por su parte, la propia Italia, Grecia, España o Malta, sobre todo, tendrán que comprometerse a hacer mejor su trabajo y completar en un plazo máximo de seis meses las solicitudes, con la ayuda de Frontex si hace falta. También se amplía en este acuerdo el plazo durante el cual un Estado es responsable de los migrantes que llegan a su territorio, pasando a 24 meses frente a los 12 actuales. Pero con la salvedad de quienes son rescatados en operaciones de salvamento marítimo, en cuyo caso se podría mantener el año.
Una de las partes más delicadas y polémicas es la de devoluciones o expulsiones de quienes no tienen derecho a asilo. El acuerdo alcanzado hoy estipula que esas personas tendrán que ser devueltas a sus países de origen como normal genera, pero también existe la posibilidad de que sea a otro, fuera de la UE, a uno de los países de tránsito que ha atravesado para llegar a Europa. Se podrá hacer sólo si existe una “conexión” probada entre el demandante al que se le ha denegado la estancia y ese país y si es un “país seguro” según criterios fijados de derecho internacional. No hay una lista en este momento, pero el acuerdo incluye que se haga. En todo caso, queda en manos de cada Gobierno, y no de Bruselas, estipular si esa “conexión” (que puede ser haber residido en el pasado o tener familia allí) es suficiente para justificar la expulsión.
EL FACTOR MÁS DECISIVO DE LA DÉCADA
El debate lleva abierto, o roto, desde 2015, cuando la incapacidad política de los estados miembros causó una crisis profunda que devolvió los controles fronterizos y estuvo a punto de llevarse por delante Schengen, el espacio de libre circulación. Ese año, con la llegada de cientos de miles de demandantes de asilo, la confianza entre vecinos saltó por los aires y las capitales impusieron controles, cierres y cerraron los ojos ante todo tipo de tropelías, de las mafias pero también de sus fuerzas del orden. Desde entonces, quedó claro que era necesaria una reforma en profundidad de todo el sistema, y en concreto del Convenio o Reglamento de Dublín, el acuerdo que fija a qué Estado corresponde examinar una solicitud de asilo según las circunstancias de acceso a los países miembros.
La regla general dice que el país al que llega el demandante de asilo debe hacerse cargo del expediente, pero ese mecanismo que quizás era válido entonces, o en momentos más tranquilos, se demostró del todo ineficiente. Países como Grecia, Italia o Malta, a los que llegaban refugiados o migrantes económicos, no daban abasto para gestionar el flujo, tramitar los papeles. Había, y hay, muertos en el mar, impotencia, devoluciones en caliente, campos de refugiados en pésimas condiciones, tensiones políticas, enfrentamientos. Esa crisis dio paso a una ola de movimientos identitarios, y ambas cuestiones han marcado la política continental en la última década. Las divisiones más profundas, los miedos más atávicos, lo peor de cada casa.
En 2015, la Comisión Europea propuso un sistema de cuotas obligatorio para el reparto o la reubicación de los que habían llegado, pero buena parte de la Unión se revolvió. Se aprobó el mecanismo, pero en la práctica no funcionó. Alemania acogió a un millón de personas, Suecia a cientos de miles, con enormes consecuencias en el espectro político, pero hubo países que se negaron y siguen haciéndolo. Desde entonces, el acuerdo para la reforma ha sido imposible. Los países de llegada pedían solidaridad, fondos, repartos, ayuda y se quejaban del egoísmo de los demás. Los más reacios amenazaban con cerrar sus fronteras y han dicho que cualquier régimen de obligatoriedad en la acogida estaba fuera de la mesa. Y los países a los que los migrantes acaban llegando, como los mencionados o Francia han exigido que los de llegada cumplan sus responsabilidades legales, sin mirar para otro lado o empujar más allá de sus fronteras a los demandantes de ayuda internacional porque ellos tampoco quieren o pueden recibir el flujo completo.
Es un problema político, identitario. Europa ha acogido a millones de ucranianos sin polémica, tensiones raciales ni discursos de pánico o invasión. La cuestión es otra, pero es real. El acuerdo que lleva buscándose años es parcial, porque aborda sobre el papel las principales cuestiones, pero no zanja la cuestión. “En los próximos días, escucharán mucho sobre el pacto migratorio de la UE. Algunos pueden incluso intentar convencerle de que la UE ha llegado a un pacto migratorio. Ojo: puede parecer un pacto, hacer cua como un pacto y caminar como un pacto, pero no es el pacto migratorio de la UE”, apunta ingeniosamente Camino Mortera, del Center for European Reform en Bruselas.
Agencias