NotMid 03/09/2023
OPINIÓN
ANA PALACIO
Entre los restos del avión que cayó como bola de fuego el 23 de agosto al norte de Moscú, se identificó el ADN -si bien por fuentes rusas- del caudillo Evgeny Prigozhin. Su muerte ha sorprendido al mundo: un bombazo bien literal que cobra toda su dimensión, sin embargo, en el sentido figurado. Porque actúa de catalizador de acontecimientos sucedidos en este paréntesis ferragostiano, cambiando diametralmente la percepción de la realidad que se arremolina en las trincheras ucranianas.
Así, se generaliza el entendimiento de un Putin fortalecido, que afianza su control del poder. Eso, pese a que en el frente, el desempeño de las tropas rusas sigue caracterizado por el caos logístico -que, por cierto, fue tema central del motín de Prigozhin, cuyo funeral de tapadillo recibió de los corresponsales el remoquete de “Operación Funeraria Especial”, en guiño a la tendencia kremliniana a no llamar a las cosas por su nombre-. Así, la matización viene principalmente en los tiempos: el presidente será, “en el corto plazo, más fuerte. En el largo plazo, más débil”, dicen analistas solventes -por todos, Earendel Associates-.
El pasado 23 de junio, durante horas eternas, estuvimos suspendidos del avance sin obstáculos sobre Moscú del otrora Cocinero de Putin, a la cabeza de su grupo paramilitar Wagner. En este lapso de supervivencia (dos meses), hemos escuchado al difunto reiterar hasta la saciedad, que su afán no era derrocar al régimen sino alertar al Zar, “demostrar su protesta” por las actuaciones de determinados jefazos militares. En respuesta, la opaca y manipuladora maquinaria narrativa de Putin ha diseminado ambigüedades y contradicciones: tras acusar a Prigozhin de traición en un primer momento, el líder ruso negoció un “alto al fuego” -a través del presidente vecino títere Lukashenko-. Un acuerdo formalmente indulgente porque el ukase de “destierro” al territorio bielorruso se vio contradicho pronto por la aparición del jefe mercenario en San Petersburgo en los márgenes de la Cumbre África-Rusia en julio. Se añadieron a la confusión las proclamas del ministro de Exteriores Lavrov sobre la continuidad de las actividades de Wagner en África.
La asonada fallida desencadenó dudas en cuanto al futuro del gobierno ruso y las perspectivas de guerra. Pareció revelar una vulnerabilidad poco vista a lo largo del mandato de Putin. Pero el avión privado de Prigozhin cayendo de los cielos y, el mismo día, la destitución del general Serguei Surovikin -quien supuestamente sabía de las maquinaciones insurgentes, sin traza pública desde la rebelión-, han cambiado los cálculos. Según fuentes Occidentales, el Kremlin, en su campaña de consolidación de poder, está explorando una “supervisión” más directa a Wagner: auténtico “aviso a navegantes” para cualquiera que remotamente piense en plantarle cara.
El Putin envalentonado entra en bucle con la imagen de estancamiento de la muy mediatizada operación militar ucraniana, que tras dos meses y medio, no ha dado los frutos esperados. No faltan explicaciones, al menos parciales: el retraso en la entrega del equipamiento que requiere Zelensky (se citan como ejemplos que habría recibido tan solo 60 de los cientos de tanques Leopard comprometidos, mientras que los cazas anunciados por Holanda y Dinamarca hace quince días previsiblemente no empezarán a entregarse hasta el año nuevo). También ha influido el cambio de táctica: después de sufrir importantes bajas al comienzo del contraataque en junio, Kyiv prioriza la protección de su ejército.
Es incontrovertible que una contraofensiva de mínimos apunta a la prolongación de la contienda -y su corolario de resultado incierto-, así reduciendo la virtualidad de los avances en el campo de batalla para cimentar una eventual apertura negociadora con Moscú. El interés en dialogar es principalmente estadounidense y europeo; los centros de poder ucranianos mantienen con firmeza que cualquier paz sin victoria no sería sino un paréntesis en la recurrente agresión rusa.
En este panorama, la percepción de impasse en el frente puede erosionar la vital, imprescindible unidad y determinación Occidentales, perfilando el riesgo de fatiga política y financiera. EEUU entra en “modo elecciones” con la amenaza que la historia nos tiene enseñados de bandazos y visión roma, puramente transaccional, que no va más allá del ballot box, en un ambiente enrarecido por temer que -a pesar de los pesares- Putin recurra en este periodo al arma nuclear. Y la sombra de Donald Trump, por el momento candidato puntero. En esta misma línea, una encuesta del Centro de Investigaciones PEW en julio indicó que un 44% de los republicanos encuestados veían excesiva la ayuda estadounidense a Ucrania. Es el porcentaje más alto desde febrero de 2022.
Mientras, Europa acusa lacerantes quiebras y tensiones que no son nuevas, pero que se venían manteniendo a la sordina desde la invasión perpetrada hace año y medio. La propia UE tampoco se libró de las simpatías y connivencias con Putin tras la materialización de la guerra total contra Occidente (presentado por el temible entramado de agitprop ruso como decadente y manipulador del Orden Internacional). Ahí están los notables ejemplos del primer ministro húngaro Viktor Orbán o el controvertido antiguo canciller alemán Gerhard Schröder. Pero venían siendo “ovejas negras” en los circuitos oficiales del gobierno. Aquellos que, si no justificaban, al menos “entendían” a Putin, se acantonaban en los extremos políticos europeos. Ahora, se aventuran en el meollo mismo del establishment. Reflejo de este repunte son las declaraciones del expresidente francés Nicolas Sarkozy que sacuden la rentrée desde las páginas de un diario principal: sin ambages, defiende que “necesitamos a [Rusia] y ellos nos necesitan a nosotros”; o que Ucrania, en lugar de unirse a la OTAN o la Unión Europea, ha de mantenerse “neutral”.
Estos comentarios reflejan fragilidad en la resolución de la UE. El patrón no encontraba eco en una Europa fuertemente unida que se enfrentaba al Kremlin con sanciones económicas y asistencia a Kyiv. Pero en la situación actual, en la apuesta por Putin de una guerra de desgaste que arrastre el declive del apoyo Occidental, viene de perlas el efecto catalizador en nuestras opiniones públicas de la peripecia Prigozhin.
En Bruselas nos enfrentamos a una ampliación debida, pero divisiva, empezando por la inclusión de Ucrania. El anuncio de su candidatura, impulsado por imperiosas razones de calado geopolítico y trama ética, parecía de mucho simbolismo y poca premura, hasta el discurso del presidente del Consejo Europeo el lunes en el Foro Estratégico de Bled -encuentro anual de líderes europeos en Eslovenia que abre el curso en la Unión-: “La ampliación ya no es un sueño. Es momento de avanzar”. Charles Michel marca un horizonte muy próximo. Y en los pasillos comunitarios, se rumorea la ambición de la presidenta de la Comisión, con vista a un segundo mandato (que se da por seguro): completar la Unión Europea con los actuales candidatos. Hasta el Bósforo: además de Kyiv, los Balcanes -incluido Kosovo- y Moldavia. Su legado para la Historia.
Este voluntarismo se enfrenta a 27 visiones distintas sobre expansión y profundización de la construcción europea -tema anteayer de la reunión informal de ministros de Exteriores UE-, y su declinación en intereses a menudo divergentes. El lunes, el presidente francés habló de una Unión “de diferentes velocidades”, afirmando que es un “riesgo” plantear ampliar sin reformas; en el extremo opuesto, el ministro de Exteriores austriaco aseguraba que “no necesitamos reformas institucionales”, sino únicamente “voluntad política”. Estas diferencias ahondan las grietas ya existentes en nuestros cimientos. Caso paradigmático es la inmigración, con su corolario de acuerdos de libre movimiento de personas, cuestionado a bombo y platillo estos días por el canciller Scholz. Y desde España, no podemos olvidar nuestro anclaje mediterráneo.
En este contexto, es preciso reafirmar y reavivar el respaldo Occidental a Ucrania. Lo que está en juego va más allá de su supervivencia: se trata, en última instancia, del Orden Basado en Reglas que ha proporcionado beneficios tangibles a la humanidad y teje nuestro emprendimiento europeo. La UE debe lidiar con sus corrientes deletéreas, ante el peligro de que cobren impulso. La clave reside en mantenernos unidos en la denuncia de la agresión rusa y, a la vez, navegar con destreza las complejidades de la realidad geopolítica y geoeconómica, en la que hacen su agosto populismos de toda laya. Requerimos firmeza ante amenazas que distraen nuestra atención y socavan nuestra determinación.
Debemos contribuir a asegurar el porvenir de Ucrania; no por generosidad, sino por un interés bien entendido de trascendencia existencial. Nos va el futuro en ello. Mediante el compromiso reforzado y claro, las democracias europeas hemos de frustrar el resurgimiento de las voces pro-Putin, la explotación torticera del factor Prigozhin. Putin va de órdago, de órdago de fatiga en nuestras sociedades. No hay que dejarlo pasar.