Escribo impelido por la urgencia de defender a la institución de la que formé parte frente a las insidias. El PSOE y el Gobierno han asumido las tesis del populismo (y del separatismo) más radical
NotMid 23/12/2022
OPINIÓN
MANUEL ARAGÓN
Frente a diversas opiniones críticas, legítimamente sostenidas por algunos medios de comunicación y algunos juristas en el ejercicio de su libertad de expresión, y frente a auténticas descalificaciones del Tribunal Constitucional, ilegítimamente (por no guardarle el respeto debido a esa institución) expresadas por la presidenta del Congreso, el presidente del Senado e incluso el propio Gobierno, conviene dejar claro que el Tribunal ha hecho lo que debía, de acuerdo con la Constitución y con su Ley Orgánica, al admitir el recurso de amparo (previsto en el art. 42 LOTC) presentado por determinados parlamentarios frente a la tramitación de las dos enmiendas que reformaban la LOPJ y la LOTC, y adoptar la medida cautelar urgente de suspensión de aquella tramitación parlamentaria que los recurrentes habían solicitado.
Escribo este comentario impelido por la urgencia de defender a la institución de la que formé parte frente a las inexactitudes e insidias inmediatamente propagadas acerca de la decisión del Tribunal. Ya conozco los argumentos utilizados para adoptar esa decisión (que el Tribunal ha hecho públicos), pero aún no los votos particulares que, al parecer, se van a formular. Cuando esto último suceda, volveré sobre este asunto y comentaré también mi asombro ante otros hechos producidos; entre ellos, la infame filtración a la prensa (por primera vez en la historia del Tribunal) de los informes internos de los Letrados, desvelando, además, sus nombres y apellidos.
Dada la doctrina rotunda del TC (SSTC 119/2011, 136/2011 y 172/2020) acerca de la inconstitucionalidad -por quebrantar los derechos de participación plena de los parlamentarios en el procedimiento legislativo- de las enmiendas que no guarden conexión alguna con la iniciativa legislativa que se debate en las Cámaras (en este caso, la reforma del Código Penal), y habiéndose presentado un recurso de amparo fundado precisamente en dicha doctrina, el TC no podía, en Derecho, inadmitirlo, máxime cuando este recurso tenía, además y sin duda, una especial relevancia constitucional (de acuerdo con lo previsto en el FJ 2, g, de la STC 155/2009).
La concesión de la medida cautelar de suspensión solicitada era también obligada, dado lo que establece la LOTC en su art. 56.1, pues, si no se suspendiera, el amparo «perdería» «su finalidad». Y la tramitación urgente de la medida cautelar, como así lo pidieron también los recurrentes (alegando lo previsto en el art. 56.6 LOTC), ha sido lo correcto, puesto que en dicho precepto se reconoce que «en supuestos de urgencia excepcional» puede el TC acordar la medida cautelar, «inaudita altera parte», en la propia resolución de admisión del amparo. Ello, por lo demás, es lo que está igualmente previsto para casos similares en la jurisdicción ordinaria. Tal suspensión urgente es, desde luego, provisional, de manera que, una vez acordada, se abre en el recurso de amparo un incidente de suspensión, donde las partes (incluido el Ministerio Fiscal) pueden alegar lo que estimen oportuno acerca de la medida cautelar adoptada, resolviendo al final el TC si la levanta o la mantiene.
Ni ha habido indefensión, como con error se ha dicho, ni tampoco el TC, contrariamente a lo que también con error han sostenido algunos opinadores, podía admitir, en la fase urgente y provisional de la adopción de la medida cautelar, alegaciones y recusaciones presentadas por partes distintas de la que recurrió en amparo. Sencillamente porque no se lo permite su Ley Orgánica. Será ahora, en la pieza separada del incidente, donde esas partes sí que podrán utilizar los argumentos que, en Derecho, crean oportunos, incluidas peticiones de recusación. Esto es así de sencillo, y parece mentira que quienes deberían conocer la LOTC muestren en este caso tanta ignorancia.
También resulta infundado el argumento, utilizado por los críticos de la decisión del Tribunal, de que esta sea la primera vez que suspende un procedimiento legislativo. Ello no es cierto, pues también lo hizo en el pasado, amparando a parlamentarios del PSC, en el Parlamento catalán. Pero es que, sobre todo, si no ha habido un precedente de ello respecto de las Cortes Generales, se debe sencillamente a que nunca se había producido en ellas (o no se había recurrido en amparo) una irregularidad tan grave como la producida ahora.
Por lo demás, el argumento, también utilizado por los deslegitimadores del Tribunal, de que su decisión pierde peso por haber sido adoptada por una mayoría de seis magistrados frente a cinco, aparte de desconocer que, jurídicamente, es tan válida y efectiva una decisión por esa mayoría como otra adoptada por una mayoría más amplia o por unanimidad, esos críticos se olvidan de que decisiones del Tribunal de suma importancia fueron adoptadas por 6-5 o incluso por 6-6 con voto de calidad del presidente. Así, las sentencias sobre Rumasa y sobre la primera ley del aborto lo fueron por 6-6 con el voto de calidad del presidente; las de la legalización de la candidatura de Bildu y Sortu, por 6-5, y la del Estatuto de Autonomía de Cataluña, por 6-5, por poner sólo algunos ejemplos, entre muchos más.
Pero hay algo peor que todo ello, como es que la abierta deslegitimación del Tribunal la hayan llevado a cabo, con sus manifestaciones, los responsables de altas instituciones del Estado, acusándolo, con error, de lo que antes he comentado y, más aún, con dolo y sin fundamento, de haber impedido a las Cortes ejercer su potestad legislativa. Eso es absolutamente incierto, pues lo único que el TC ha resuelto es que, por vía de enmienda, no puede hacerse lo que sí se podría mediante una auténtica iniciativa legislativa. Si de acuerdo con la doctrina del TC, lo que fraudulentamente se pretendía con las enmiendas se convierte en auténtica iniciativa, las Cortes son libres para tramitarla, sin ningún género de dudas, y el Tribunal sólo podría actuar posteriormente si se interpusiese un recurso o se planteara una cuestión de inconstitucionalidad frente a la ley que contenga la reforma.
Parece ser que, después de calificar ni más ni menos que de «complot» o «golpismo» la decisión del Tribunal, resulta que lo dispuesto por él es lo que ahora el Gobierno parece que va a hacer: iniciar la reforma que pretende realizar utilizando la vía correcta y no la incorrecta que había utilizado.
Pero, una vez más, si así se hiciera, aunque se respetase entonces la «letra constitucional» (cosa que no sucedió con las enmiendas), tampoco esa iniciativa, si se instrumentara como una proposición de ley, se adecuaría por completo al «espíritu constitucional», ya que, en materias tan importantes como la reforma de la LOPJ y de la LOTC, se eludirían los informes previos del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial. Es cierto que estos no están previstos para las proposiciones de ley, sino sólo para los proyectos de ley. Pero la propia confesión del Gobierno, expresada por su presidente y por el ministro de la Presidencia, de que el propio Ejecutivo es el auténtico impulsor de la reforma, permite sostener que, siendo la reforma una iniciativa del Gobierno, se usa de forma fraudulenta la proposición de ley para evitar precisamente dichos informes. Además, como acaban de recordar las autoridades de la Unión Europea, la reforma de la LOPJ y de la LOTC requiere (según los principios del Derecho de la Unión) que se consulte sobre ella a las instituciones afectadas. En consecuencia, no hacerlo así, además de ser contrario al «espíritu constitucional», resulta incompatible con los principios del Estado de derecho garantizados por la Unión Europea.
Estos días están siendo muy penosos para el Estado constitucional y democrático de derecho. El espectáculo dado en el Congreso, con cruces infamantes e irresponsables de descalificaciones, con llamadas al enfrentamiento total entre fuerzas parlamentarias, en un ambiente de extrema crispación, que debiera ser insólito en una democracia constitucional, no augura nada bueno para que se mantenga el admirable sistema que, gracias a la Transición política y a la Constitución, hemos tenido en España al menos hasta que, hace muy pocos años, tal sistema comenzara a torcerse. Más aún, la asunción por parte del Partido Socialista y del propio Gobierno, puesta de manifiesto estos días, de las tesis del populismo (y del separatismo) más radical, consistentes en que la democracia está por encima de la ley, de que el parlamento es soberano, y de que ningún poder jurisdiccional puede limitar lo que la mayoría parlamentaria decida, además de erosionar gravemente la convivencia, supone una absoluta impugnación de lo que la Constitución significa.
El Estado constitucional, frente al Estado autoritario, es aquel en el que el parlamento no es soberano, sino que lo es el pueblo. En el que, por ello mismo, las mayorías parlamentarias tienen limitado su poder, pues de lo contrario no habría un Estado constitucional, sino un despotismo de la mayoría. En el que existe una distinción neta entre el poder constituyente, soberano, y el poder constituido (el conjunto de las instituciones estatales) limitado, de manera que este se encuentra subordinado a aquel, y justamente los tribunales, específicamente los tribunales constitucionales, están para garantizar que esa subordinación se cumpla.
En el Estado constitucional no pueden separarse democracia y Estado de derecho, primero porque sin el Estado de derecho la democracia carece de garantías jurídicas; segundo, porque sin el Estado de derecho la Constitución carece de efectividad y, tercero, porque ello es tan evidente que el art. 9.1 de la nuestra dispone que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico». Sin esa sujeción, garantizada en general por los tribunales de justicia, y en particular por el Tribunal Constitucional respecto del legislador, no hay Constitución. Eso es lo que sucede en los Estados iliberales que parecen ser el modelo en que los populismos, de izquierda y de derecha, pretenden reflejarse. Nunca hubiera imaginado que ese acabase siendo también el modelo del Partido Socialista, abjurando del papel ejemplar que desempeñó en la Transición política, en el proceso constituyente y en el desarrollo constitucional.
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional