En Francia, la patria de la Ilustración, la gran confrontación política ha devenido ya una partida a dos en la que solo participan la derecha y la extrema derecha
NotMid 11/04/2022
OPINIÓN
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ
En el mes de mayo de 1968, cuando miles de jóvenes que se decían de extrema izquierda se echaron a las calles de París para denunciar lo muy precaria e incompleta que percibían su vida sexual, amén del lastre autoritario que identificaban en todas las estructuras jerárquico-patriarcales del orden social imperante, en Francia había 300.000 parados registrados en las oficinas públicas de empleo. Hoy, mientras escribo estas líneas, domingo y 10 de abril del año 2022, la última cifra oficial de desocupados allí acaba de ser celebrada como un gran éxito por la ministra del ramo, Elisabeth Borne, quien, eufórica, la ha tildado de «excelente noticia», pues refleja el nivel más bajo de ese indicador estadístico en los últimos 15 años. Y no es para menos. Resulta que al norte de los Pirineos hay ahora mismo solo 2.200.000 desempleados. Solo algo más de un par de millones, apenas eso. Si bien los franceses pobres, los que disponen de un empleo estable que no les permite llegar a fin de mes, resultan ser muchos millones más. Son los que bajo la presidencia de Macron han recuperado esa vieja tradición local, la de tirar piedras a la Policía en los bulevares de la capital de la República, ahora adornados con un vistoso chaleco amarillo.
Pero a diferencia de sus muy narcisos y mitificados abuelos sesenta ochistas, ellos lo hacen porque están hartos de no poder encender la calefacción en invierno, de solo acceder a comprar algo de ropa barata en las rebajas, y de que no les alcance ni para pagar el diésel contaminante de sus destartalados coches de segunda mano, el instrumento indispensable para poder acudir a trabajar a las capitales todos los días desde los cada vez más lejanos poblados-suburbio de las periferias. Por lo más, encarnan a la Francia que ya solo vota a la extrema derecha. Una extrema derecha, la tradicional y canónica que lidera Le Pen, que de modo paradójico ha terminado saliendo beneficiada de la irrupción en la escena electoral del estrafalario Zemmour, veterano charlatán de tertulias mediáticas cuyo extremismo disparatado (su programa incluye la prohibición de los nombres de pila de origen árabe para cualquiera que posea la nacionalidad francesa) ha logrado que ahora se perciba como mucho más moderada y homologable a la candidata de la Agrupación Nacional.
Así las cosas, y a la espera de que Macron vuelva a revelarse capaz de ganar el Eliseo en el balotage solo por la muy triste vía de meterles el miedo en el cuerpo a los abstencionistas potenciales, de lo que ya se puede acusar recibo a estas horas es de que en la segunda economía del continente, el alma mater de la Unión Europea junto con Alemania, la mayoría social -ese heterogéneo conglomerado que reúne a las dos listas de la derecha asilvestrada, a la no menos levantisca Francia Insumisa de Mélenchon, y a otras tres formaciones menores de la vieja extrema izquierda clásica-, un bloque cuyos sufragios agrupados superan en mucho a los de Macron y sus apéndices, se manifiesta radicalmente contraria a la ortodoxia liberal y globalista que inspira la doctrina oficial toda de Bruselas.
Conclusión de la que pende un corolario no menos desolador, a saber: que en Francia, la patria de la Ilustración, la gran confrontación política ha devenido ya una partida a dos en la que solo participan la derecha y la extrema derecha. O sea, Macron y Le Pen. Todos los demás, incluido Mélenchon, no cuentan. La desindustrialización acelerada que provocaron los procesos consecutivos de la adopción del euro, primero, y de las deslocalizaciones empresariales asociadas a la irrupción de China en la economía de Occidente, segundo, han llevado, junto a la inmigración masiva e incontrolada, a esto. Porque la extrema derecha no ha nacido de la nada. Ni tampoco volverá a la nada, por cierto. En los campos de batalla del Este estamos viendo el principio del fin de la segunda globalización. Y en las cabinas electorales del Oeste también. Francia solo es la avanzadilla.
TheObjective