Bajamos a las profundidades de una de las explotaciones de carbón más importantes con la que Kiev compensa los ataques rusos a las centrales de energía
NotMid 13/02/2023
MUNDO
Una doble puerta de metal separa un mundo de otro. Nunca pueden permanecer abiertas ambas a la vez y se cierran como si fueran las escotillas de un submarino. Cuando entras, los oídos registran un cambio de presión como cuando desciende bruscamente un avión, aunque aquí el viaje no es hacia el cielo sino hacia las entrañas de la tierra. De la fría guerra del Donbás, que está tan cerca que se escucha el estruendo de los helicópteros volando por encima de los edificios, se pasa al chirriar de máquinas, a la oscuridad, la humedad, el sudor y el polvo negro.
Un ascensor en el que pueden entrar 20 personas como mucho, según un cartel que lleva ahí desde la era soviética, nos traslada con un grupo de mineros a 370 metros de profundidad en dos minutos. Nada más arrancar la jaula, como se llama en argot minero, la condensación del calor empaña las lentes de la cámara y la luz que llevamos sobre el casco, conectada a una batería que cuelga de nuestro cinturón. Estamos en una de las minas de carbón más grandes del Donbás occidental ucraniano, una de esas que antes de la guerra estaban condenadas al cierre y hoy se consideran esenciales para mantener vivo el sistema energético y la industria metalúrgica de Ucrania, esenciales en esta guerra.
Olexander, de físico rotundo y manos fuertes, con uno de los pulgares amputados, entró de aprendiz de minero por esa misma doble puerta hace 27 años y ha recorrido todos los puestos jerárquicos de la empresa hasta convertirse en el ingeniero jefe de la explotación: “Esta mina ha sido renovada para aguantar abierta al menos hasta 2028. El carbón que sacamos ahora se ha convertido en algo esencial para la viabilidad del Estado ucraniano. Esta mina, además, es privada, así que paga mejores salarios que las públicas, es más segura y muchos trabajadores llegados de las zonas ocupadas por los rusos se han incorporado a la plantilla al perder sus empleos. Este trabajo da de comer a miles de familias en toda la zona“, dice Olexander, orgulloso: “Hemos multiplicado la producción”
– ¿Tienen miedo a un ataque de los rusos como el que llevan realizando meses contra otras industrias energéticas?
– Por supuesto. La buena noticia es que estamos bajo tierra y las bombas no llegan tan profundas. La mala es que si cortan la electricidad no podemos salir del interior a 370 metros con el ascensor y ahí comienzan nuestros problemas.
En cuatro turnos de seis horas se trabaja a destajo. Siempre hay un médico de guardia en una pequeña sala de enfermería con lo básico para salvarle la vida a quien lo necesite. A los 25 años de trabajo, si ellos lo deciden, pueden jubilarse tengan la edad que tengan. “Es evidente que esta profesión conlleva riesgos y sufrir enfermedades. Cada tipo de profesional se expone aquí a un tipo de mal diferente, pero por encima de todos está la silicosis”, dice Olexander refiriéndose a ese mal incurable que se produce por respirar partículas de sílice durante años. A su lado, un minero nos saluda sin darnos la mano, negra de carbón.
– ¿Se producen muchos accidentes aquí?
– No hablemos de accidentes, por favor. Es algo que trae mala suerte.
Aunque la mina tiene aún tecnología de la era soviética, vemos que han sustituido las jaulas con machos de canarios, los mejores detectores de gas cuando dejaban de cantar en la época predigital. Ahora, cerca de los nuevos filones se han instalado detectores de gas. El que tenemos delante, poco mayor que un smartphone, marca 0,59% en su pantalla. “Cuando alcanzamos el 1% dejamos de trabajar. Si llegamos al 2% significa evacuación inmediata” dice uno de los ingenieros. “De los cinco niveles de peligrosidad, esta explotación está en el cinco, o sea, que se trata de una mina con mucha concentración de gas, lo que nos hace ser muy cuidadosos”, comenta Olexander. “Vivimos en una falsa sensación de seguridad. Cuando eres joven tienes miedo de todo, pero los veteranos acaban perdiendo el miedo y esa relajación es letal aquí abajo”.
Viajamos ahora dentro del pequeño deslizador del tamaño del tren de la bruja que nos lleva a dos kilómetros de distancia del ascensor por una vía cuyo traqueteo hace que se estremezca cada remache de acero del convoy. Salimos en una galería sólida, pero en la que ya no queda carbón, así que centran sus esfuerzos en otros corredores laterales más pequeños y angostos. No podemos grabar vídeos con el móvil porque abajo sólo pueden usarse unos teléfonos especiales. Las baterías de los de uso común pueden hacer chispas imperceptibles, algo que en el subsuelo puede provocar mortales explosiones de metano. “Aquí tenemos wifi y lo usamos para comunicar riesgos en tiempo real. Si localizamos gas, cada minero está geolocalizado en la galería y podemos avisarlo con un simple mensaje”, cuenta Dmytro, uno de los responsables de la seguridad.
Nos vamos cruzando con mineros que trabajan en manga corta porque es muy difícil aguantar el calor y la humedad que hay en los pasillos. Es difícil adivinar el color original de estas prendas, porque la carbonita ya lo mancha todo. Por mucha precaución que se tenga, resulta imposible mantenerse limpio dentro de las galerías. A los cinco minutos la cara y las manos están tiznadas de negro.
Un gran barreno mecánico del tamaño de un coche comienza con estruendo a perforar el filón con la supervisión de dos mineros y las paredes se estremecen. A los pocos segundos el polvo negro lo invade todo. Si uno se suena la nariz, el pañuelo queda del mismo color que la camiseta de los operarios. Las partículas de carbón se pegan en el sudor de nuestro rostro, nuestra camiseta que una hora antes era blanca. “Tenemos que entrenar a los nuevos mineros porque hay trabajadores veteranos que han sido llamados a filas y ahora combaten en las batallas del Donbás, muy cerca de aquí”, comenta Olexander.
Cuando al fin salimos de la mina y volvemos al frío ucraniano, reparamos en las estatuas soviéticas que loan a los estajanovistas del carbón, y que parecen de la misma época que las que adornan la central nuclear de Chernóbyl. Nos llevan hasta las duchas, donde comprobamos que el polvo negro no sale a la primera y recuperamos nuestra ropa. Un gran comedor reúne a los mineros tras la jornada y nos dan a probar su delicioso menú, al que añaden, para el que lo desee, un poco de vodka local Nemiroff.
Un gran ventilador bombea el oxígeno de la superficie hasta el interior de las galerías. Como es un sistema redundante, otro ventilador permanece preparado por si el primero se avería.
– ¿Qué le pasaría a los mineros si se rompieran los dos ventiladores?
Olexander levanta los brazos antes de responder.
– Que morirían todos.
Agencias