Vox ha hecho todo lo posible por agitar la movilización de la izquierda y encarnar la peor caricatura de sí mismo
NotMid 30/07/2023
OPINIÓN
JOAQUIN MANSO
Pedro Sánchez emitió su diagnóstico del resultado electoral y del futuro inmediato durante su celebración en Ferraz la misma noche del 23-J: “Somos muchos más los que queremos que España avance y así seguirá siendo“; “el bloque involucionista de PP y Vox ha sido derrotado”. El presidente consagra como un todo unitario el voto recibido por el PSOE, Sumar y las fuerzas independentistas -sólo así son más, aunque no muchos– que convalida y respalda hacia el futuro –así seguirá siendo– la estrategia de bloquear la alternancia mediante la configuración del país en dos bandos que se pretenden homogéneos, enfrentados por visiones que se aparentan antagónicas. Vox juega el papel útil de coartada moral –involucionista-, que permite superar el escrúpulo que despierta hacerse depender del prófugo Carles Puigdemont, y aislar así al PP de cualquier opción de influir en la gobernabilidad del Estado.
Habría otra interpretación del resultado, que es que el auge del bipartidismo sería la expresión de una emoción de moderación. Es muy elocuente que haya sido Emiliano García-Page quien se haya apresurado a desmentirlo: “Eso no es lo que votó el ciudadano”. Que lo diga él es muy expresivo de la defunción de cualquier alternativa interna en el PSOE que se sugiriera vínculo con otra tradición política. Esta es una de las consecuencias más trascendentes del 23-J.
Cinco años después de la moción de censura, el PSOE ha perdido casi todo su poder territorial, ha dejado de ser primera fuerza y su posición política es más débil. Los números no son los de un ganador, tampoco los de un perdedor. Sánchez crece a costa de Sumar y ERC; avanza en Cataluña y retrocede en casi todo el resto de España. El partido se abandona como proyecto autónomo de vocación vertebradora. Pero cuatro factores explican su resistencia: el acierto de extirparse a tiempo la radicalidad antipática de Podemos y sustituirlo por el populismo chic de Yolanda Díaz; la campaña épica que, en medio del triunfalismo del PP, evitó que se centrase en sus alianzas futuras; el abrumador respaldo al PSC por su política de apaciguamiento: el voto disonante de Cataluña ha sido determinante; y la emoción de miedo hacia Vox, que ha resultado ser muy superior en las bases de la izquierda al rechazo que suscitan Bildu y los independentistas, y ha obstruido las opciones del PP de crecer en la centralidad.
La única investidura posible pasa por Sánchez: será él quien decida si le conviene una repetición electoral o ser presidente en estas circunstancias, con las comunidades y la mayoría absoluta del Senado en contra -le haría muy difícil legislar, si es que quiere, y obstaculizará los Presupuestos-, y la obligación de obtener en cada una de las votaciones del Congreso el voto favorable, que no la mera abstención, de cinco fuerzas independentistas con intereses contrapuestos, además de Sumar y los cinco diputados rebeldes de Podemos. No parece el mejor panorama en el escenario de vuelta a la senda fiscal de Bruselas. El irredentismo anarcoide del forajido Puigdemont lo hace imprevisible, pero Junts, excrecencia de la vieja Convergència, es una formación que anhela el regreso a la institucionalidad y sus ingresos, y no parece esta una oportunidad a desaprovechar para debilitar al Estado. Después del 23-J, ya cualquier precio es asumible para Sánchez: también el referéndum. Tras el vuelco del escaño procedente del voto exterior, el 17 de agosto, cuando se decida el presidente de las Cortes, habrá que explicitar ya la voluntad de acuerdo.
El PP perdió las encuestas pero ganó las elecciones. La pésima gestión de las expectativas ha sumido al partido en un estado de perplejidad y desconcierto. Hace 15 meses, el PP estaba al borde del colapso y hoy es primera fuerza, con ocho millones de votos y una ventaja de 16 escaños sobre el PSOE, además de gobernar en 12 comunidades, en las que puede desplegar su alternativa, y la mayoría de grandes capitales. El 28-M existió y cualquiera estaría celebrando el 23-J como un éxito. Nadie cuestiona a Alberto Núñez Feijóo: ni las bases, ni los cuadros, ni las baronías. A su liderazgo le corresponde ahora levantar el estado anímico del PP, empezando por una dificultad casi psicológica: él mismo, acostumbrado al mando y el poder, tendrá que imbuirse de ideas e ilusionar con ellas, más allá de las apelaciones genéricas a los pactos de Estado y a la gestión eficaz. Si acude como candidato a la investidura, para lo que precisa el sí incondicional de Vox pero en realidad también que Sánchez lo permita, tendrá una ocasión de oro para hacer un discurso de altura moral y política incontestable, que describa el trance existencial del país -nadie debe resignarse al referéndum- y exhiba un proyecto transformador que ofrezca soluciones para los graves problemas que afrontan los ciudadanos. El resultado de las elecciones también evidencia que, para muchos, existen ahora otras prioridades.
Los partidos de la derecha sumaron 11,2 millones de votos, un techo. Vox fragmenta el espacio político y hace más ineficientes los votos, pero, además, su comportamiento provoca tanto rechazo que dificulta al PP el crecimiento por el centro y encontrar cualquier posible aliado. El partido de Santiago Abascal, entregado al nihilismo de figuras como Jorge Buxadé, ha hecho todo lo posible por agitar la movilización de la izquierda y encarnar la peor caricatura de sí mismo: desde esas lonas infames, a la selección de los perfiles más impresentables para las cortes autonómicas, pasando por la amenaza inopinada de repetir el 155 en Cataluña. Desde la misma noche del 23-J, en cada comparecencia sus dirigentes llevan la culpa escrita en la frente.
Lo que tiene que preguntarse el PP es por qué no ha sido capaz de afrontar con acierto su relación con Vox. El debate ahora es si naturalizarlo, ignorarlo o combatirlo. Quizá todo ello sea compatible en su oportuna medida. El liderazgo tiene que establecer un criterio claro: el PP no puede renunciar a ser alternativa, pero, al mismo tiempo, tampoco debe entregar las banderas simbólicas y emocionales en las que cree la derecha social y que le disputa Vox. Ni, desde luego y por encima de todo, puede ofrecer la más mínima duda de que será un dique de protección de los valores de la modernidad constitucional y el humanismo liberal europeo.
La otra clave a la que tiene que enfrentarse Feijóo es Cataluña. El crecimiento del PP allí es esperanzador para el partido, pero aún insuficiente para compensar con su ventaja en el resto del país el enorme caudal con el que sale la izquierda plurinacional. Si quiere competir, es hora de encontrar un liderazgo, un discurso y un proyecto que aporten valentía y propuestas para mejorar la convivencia. Más pronto que tarde, quizá antes de lo que esperamos, sobre estos puntos cardinales tendrá que afrontar el primer acto de una nueva campaña o presentarse como líder de una oposición que necesariamente será dura.