Los disturbios en Francia son sobre todo resultado de la banalización de la violencia y de un proceso de ‘descivilización’ que se ha repetido en otros contextos como las protestas de los ‘chalecos amarillos’
NotMid 10/07/2023
OPINIÓN
MANUEL VALLS
Francia parece haber salido del infierno. Desde hace unas noches, la calma ha vuelto. Ante el horror que nos embargó a todos, la tentación de pasar página sin hacernos más preguntas es grande. Esto volvería a hacer rimar alivio con renuncia.
Las comparecencias inmediatas y las severas sentencias dictadas por la justicia son ciertamente una primera respuesta, pero insuficiente frente a semejante historial. En seis días, más de 700 miembros de los cuerpos de seguridad y 30 bomberos resultaron heridos, más de 250 locales policiales fueron atacados, cerca de 12.000 vehículos, quemados y 2.500 edificios, incendiados o destrozados. Cientos de negocios han sido saqueados o destruidos. A todas estas víctimas, como a todos los ciudadanos, les debemos explicaciones y respuestas reales.
El requisito previo para cualquier reflexión es el diagnóstico.
Para la Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, como para los ecologistas, la violencia es un negocio. Donde busquemos explicaciones, la extrema izquierda encontrará excusas: racismo, «islamofobia», pobreza. Donde queramos autoridad, culpará a la Policía: no es un policía el culpable de la muerte de un joven, es toda la Policía.
También para el populismo de extrema derecha se trata de aprovechar la coyuntura para hacerse con cuota de mercado electoral. Para él, la culpa no es de los jóvenes de los barrios que participaron en los disturbios, es de todos los habitantes de estos barrios.
Por lo tanto, una gran responsabilidad recae sobre el campo republicano y demócrata.
Por eso pretendo proponer un análisis más acorde con la realidad.
Entre los países de Europa, además, sólo Francia, con el Reino Unido en menor medida, experimenta disturbios urbanos de tal magnitud y tal violencia. Este fenómeno no existe en Alemania, España o Italia. Las dificultades sociales de ciertos suburbios de esos países no son menores que las de las ciudades de Seine-Saint-Denis. Pero no se queman.
Por eso es necesario decir definitivamente lo que no es esta crisis. La trágica muerte del joven Nahel lamentablemente fue solo un pretexto en la oleada de violencia que sufrimos. Frente a los jueces, los alborotadores no mencionan este evento o lo hacen poco. No tienen proyecto, salvo vomitar su odio a la Policía y quemar o destruir servicios públicos y comercios, en un planteamiento suicida que los aísla aún más del resto de la nación.
Esta crisis tampoco es un problema de pobreza o abandono.
Por supuesto, muchas dificultades se concentran en estas áreas -desempleo, fracaso escolar, discriminación-, pero la generosidad de nuestro sistema social, los esfuerzos en materia de empleo y formación, la prioridad dada a la instalación de servicios públicos y, más ampliamente, las inversiones masivas realizadas para la renovación urbana hacen que sea imposible hablar de abandono. Sin estas políticas la situación sería mucho peor. Evidentemente, el camino hacia la igualdad aún es largo, pero nada justifica lo que acabamos de vivir.
También y sobre todo, depende de nosotros no confundir, como ocurre con demasiada frecuencia, las causas y sus síntomas.
Es, desde luego, fundamental entender y combatir la influencia de los videojuegos, de las redes sociales, del consumismo, o apelar sobre todo a la responsabilidad de los padres que deben pagar los daños cometidos por sus hijos. La ausencia del padre, la sobrerrepresentación de las familias monoparentales, el lenguaje muy pobre de los niños, que cuentan con un stock de apenas 200 palabras, son dificultades que no pueden ser ignoradas. Pero estos esfuerzos serán inútiles si no se aborda la raíz del problema.
Sobre las verdaderas explicaciones de la situación, hay que decir la verdad, finalmente.
Estos disturbios son principalmente el resultado de una banalización de la violencia, lo que podríamos llamar un proceso de descivilización. Esta violencia, por desgracia, no es específica de los suburbios. Ya la vivimos durante las manifestaciones de los chalecos amarillos en 2019, o al margen de las manifestaciones contra la reforma de las pensiones con los grupos de ultraizquierda en 2023. La violencia no se desata impunemente sin que tenga consecuencias en todas las capas de la sociedad.
De año en año siguen aumentando los homicidios y agresiones. Los factores son plurales, pero es en particular el resultado de una laxitud en el pronunciamiento y en la ejecución de las sentencias, particularmente de las más pequeñas.
Esta violencia es también el resultado de una pérdida de autoridad más general.
Se amplificó bajo el efecto de una ideología pedagógica del niño-rey y horizontalista del individuo-rey. Esta es la responsabilidad de la escuela. Nuestro país ha perdido su autoridad, a través de la autoflagelación en los programas escolares; la República ha perdido su autoridad, por la renuncia a la educación cívica y moral; las autoridades estatales han perdido su autoridad, por el relativismo y el debilitamiento de su situación; los docentes han perdido su autoridad, por el cuestionamiento de los padres y la falta de apoyo jerárquico; como consecuencia y efecto dominó, son los padres quienes, a su vez, han perdido su autoridad.
Estos disturbios finalmente se materializaron en el establecimiento del separatismo en muchos barrios. Recuerdo las palabras de Gérard Collomb cuando dejó su cargo de ministro del Interior en octubre de 2018, diciendo que temía «que vivamos cara a cara» en los suburbios. Lo dije yo con otras palabras en 2015 cuando hablaba de apartheid territorial, social, cultural o incluso religioso, es decir, en este caso, musulmán.
Tenemos que salir de la negación. Muchos líderes políticos temen, con razón, que estos eventos beneficien a la extrema derecha de Marine Le Pen. Intentan por todos los medios minimizar o desmentir la idea de que los disturbios están vinculados a la falta de integración de los franceses de origen inmigrante o extranjeros procedentes de África y el Magreb. No convencerán a nuestros compatriotas.
No confundo a la gran mayoría de los habitantes ni de los jóvenes con delincuentes e incendiarios. Muy a menudo, son las primeras víctimas de los islamistas y narcotraficantes que campan a sus anchas en los barrios. La mayoría de los jóvenes implicados son franceses. Las causas de la sobrerrepresentación de jóvenes de origen extranjero entre los perpetradores de la delincuencia no son en absoluto étnicas, sino culturales, familiares y sociales. Hay que actuar ahora porque la concentración de poblaciones inmigrantes pobres procedentes de las mismas zonas geográficas en barrios humildes conduce a una aglomeración de dificultades. Hemos creado verdaderos guetos. Por lo tanto, debemos decir alto a la inmigración, favorecer la integración e implantar una política de asentamiento diferente: no más del 40% de viviendas sociales en una ciudad, no más del 30% de extranjeros en un distrito.
Estos fenómenos explican nuestras dificultades para hacer Francia. Lo hemos sentido durante años, durante los disturbios de 2005, y más desde el atentado a Charlie Hebdo, hasta el tremendo asesinato del profesor Samuel Paty. Cada día tenemos ejemplos de la presión del islamismo en la escuela. Los suburbios no son un cuerpo extraño en la República, sino el espejo deformante de las pasiones francesas, un potencial de talentos y energías pero también de verdadera barbarie: violencia, racismo, antisemitismo, homofobia, que alimentan el odio hacia el país anfitrión. Sí, estos disturbios han sido en parte disturbios contra Francia.
Sobre la base de este diagnóstico, se pueden hacer propuestas. Pasarán necesariamente por una profunda transformación de la escuela, un retorno a la autoridad en todas las esferas de la sociedad, una defensa intransigente de la Nación Francesa y del laicismo, un apoyo total a nuestros cuerpos de seguridad y una revisión profunda de nuestras políticas de inmigración e integración.
Lo decía: el fuego parece controlado, pero no se extingue. Muchas áreas incandescentes amenazan con encenderse nuevamente en cualquier momento.
No hay un minuto que perder para actuar.
Manuel Valls fue primer ministro de Francia entre 2014 y 2016