Una visita a las tropas que aprovechan el caos interno en el ejército ruso para rodear la urbe conquistada por los mercenarios de Wagner tras ocho meses de batalla sangrienta por sus ruinas
NotMid 26/06/2023
MUNDO
Los dos militares que nos acompañan miran al cielo cuando la bóveda de árboles se abre. “Aquí tenemos que correr más. Esta carretera es peligrosa”, dicen, aunque en realidad se trate de un camino de tierra lleno de agujeros que amenazan con destrozar la transmisión del coche. El peor lugar del mundo para tener una avería. Después de conducir como si esto fuera un rally llegamos a la típica línea de olmos que separa dos enormes campos de siembra. Dejamos el vehículo en las sombras y caminamos a buen ritmo, ocultos bajo la vegetación.
El sonido de la artillería es poderoso y constante, tangible como el polvo que levantan los proyectiles al impactar con la tierra seca. El peso del chaleco antibalas y el casco nos hace sudar por el calor del Donbás. Buscamos a los miembros de la Brigada 28, desplegados en algún punto del frente entre Toresk y Dachne, dos aldeas feas y anónimas llenas de minas de carbón abandonadas.
Lo primero que vemos, hasta que la vista se adapta a la oscuridad de esa línea de bosque, es la mano del comandante Igor, el más veterano de la unidad, un militar profesional recién afeitado, con la ropa impoluta y un parche en el chaleco que dice: “Un disparo, un muerto”. Resulta complicado guardar la compostura ante la lluvia de acero que se escucha en duelos artilleros por todo el frente.
– ¿A qué distancia están los rusos?
– Aquí puedes estar tranquilo, los rusos están a 700 u 800 metros.
– ¿Sólo?
– ¡Esa distancia es muy grande! Al final de la línea de árboles tienes a nuestra infantería a menos de 300 metros. Si quieres, vamos.
Amablemente declinamos la oferta de Igor, que ha prometido enseñarnos cómo funciona su unidad de morteros. Nos lleva a su pequeño campamento: dos refugios excavados en la tierra con tres capas de troncos para que la artillería enemiga no penetre, una pequeña cocina y hasta una mesa de madera para comer por turnos. “Cada vez que avanzamos tenemos que volver a construir todo esto, porque para un soldado cavar es sobrevivir”, nos explica Ruslan, un artillero de Odesa con pinta de estibador.
– ¿Estáis avanzando?
– Cada día, aunque sea unos metros. Estábamos hartos de defendernos. Ahora tenemos órdenes de atacar y de empujar las líneas rusas.
El caso es que este lugar anodino y lleno de mosquitos resulta vital para la misión que se ha propuesto Ucrania: expulsar al invasor ruso. Al norte tenemos la ciudad de Bajmut, por la que los rusos quemaron decenas de miles de vidas propias y ajenas para conquistarla en ocho meses hecha una ruina. La intención de Kiev, desvelada este sábado por su viceministra de Defensa, es rodearla por este mismo frente y por el norte para embolsar a las tropas rusas en su interior. Esa operación, de enorme dificultad, acababa de empezar cuando Dmitro, el piloto de drones de la unidad, hizo volar al cacharro como si fuera un cetrero con un halcón y lo dirigió a las líneas rusas.
Mientras, los hermanos Andrí y Volodimir, tan parecidos que parecen gemelos, preparan la munición de 82 milímetros. Uno de ellos, que habla algo de español, escribe un insulto para Putin usando un perfecto castellano en uno de los proyectiles. “Lanzaremos tres en cuanto el dron nos dé las coordenadas”. Y no tarda ni 30 segundos el comandante Igor en echar un vistazo a las líneas rusas y decidir dónde lo manda. Las posiciones de los morteros las tienen ocultas en trincheras, para protegerse de los proyectiles del enemigo. Así es la vida del cañonero, el perfil más demandado en esta guerra. O cava o dispara.
Así que Igor da unas instrucciones en ucraniano, Volodimir regula el alza del mortero y Andrí mete el pepino por el tubo antes de gritar “mina” (mortero) y taparse los oídos. ¡Zuuum! La hojarasca se levanta a su alrededor y una llamarada nos ilumina durante un segundo.
Igor vuelve a mirar al cielo. No a su dron, sino a los que los rusos pueden enviar contra nosotros. Siguientes coordenadas. Otra andanada. “Mina“. Y otra más. Miran dónde cae en la pantalla que usa el piloto. No esperan ni un segundo para decir si le han dado a algo o no.
– Vamos cerca del refugio. Los rusos ahora suelen responder.
– ¿En qué momento sabéis si ellos os atacan?
– Por el sonido del proyectil. Llevamos ya un tiempo en esto. Si nos tiramos al suelo, haz lo mismo.
Pero nadie se tira al suelo, porque el cocinero ha preparado un magnífico café que sirve en tazas metálicas y nadie se plantea dejarlo ahí que se enfríe, así que se forma un círculo con 12 tipos con cintas azules en casco y mangas que tienen pinta de llevarse muy bien entre ellos aunque jamás hubieran sido amigos antes de la guerra. “Puedes ver, por el tamaño del cocinero, que aquí se come bien”, bromea Igor. Es cierto que el chef del campamento luce una figura rotunda.
“Esta atmósfera que tenemos no es algo artificial. Nos apoyamos todos, sobre todo cuando llega la muerte de un compañero. Esta Brigada 28 hará el trabajo que le han encomendado con un ánimo que jamás tendrán los rusos, y eso es lo que nos distingue de ellos”, dice Ruslan.
A Igor, que puede escuchar los problemas antes de que lleguen, se le ha puesto cara de preocupación. El cañoneo enemigo aumenta. Se escucha el lanzamiento de los temibles misiles Grad desde las líneas rusas. Mira al cielo y luego, al reportero y su traductor. “Tenéis que iros. Yo os acompaño”. Así que de nuevo a la carrera hasta los coches y otra vez a pisar el acelerador en el camino para que la artillería rusa no juegue con nosotros al tiro al plato.
Ya en la carretera, el tráfico de carros de combate y camiones militares es frenético. Mucho acero para no usarlo. Tenemos otra invitación, esta vez de los artilleros de la Brigada 80, para ver en qué consiste esta ofensiva general lanzada por Ucrania mientras que las tropas de la Z se pelean entre ellas en Rostov con Prigozhin a la cabeza.
En el caso de estas posiciones, están pasando la localidad de Chasiv Yar por caminos de tierra, ocultas por los árboles y a tiro de piedra de las ruinosas calles de Bajmut.
Aunque llegamos a la hora pactada, la acción nos sorprende a todos. Roman, el comandante, nos dice que sólo tienen tres minutos para actuar. Los drones que despliega la inteligencia han detectado movimiento de los soldados rusos, que tratan de contraatacar tras perder una trinchera a manos de los ucranianos. En unos segundos, la información pasa a la jefatura militar del área de Bajmut. Allí, en tiempo récord, se evalúa qué respuesta dar, cómo darla y quién debe darla. Entonces alguien decide llamar a la unidad de artillería de la Brigada 80 que dirige Roman, que está con la radio en la mano esperando instrucciones.
Roman está bromeando con sus soldados Mijailo y Evgeni en el porche de madera de una casa cuando petardea el walkie-talkie con unas coordenadas y una orden de disparo. Los tres militares saltan como un resorte, dejan sus vasos de café y salen corriendo unos 150 metros hasta uno de los cañones autopropulsados Govdivka, escondido bajo una red antidrones, un enorme blindado soviético con un obús de 122 milímetros. Tienen que disparar en menos de tres minutos desde que reciben el aviso, así que uno se mete en la escotilla del conductor y lo saca de la zanja cavada bajo una red de camuflaje, el artillero apunta el cañón y el comandante da las coordenadas precisas.
El disparo llega con una llamarada de dragón y un violento sartenazo en los oídos mucho más fuerte que el de los morteros de la Brigada 28. Pam. Segundos después, lanzan otro. “Por esta vez ya está. En nuestro código y en el de los rusos, dos disparos significa que les hemos visto y que, si siguen avanzando, vamos a aplastarlos con nuestra artillería. Generalmente se dan la vuelta ante la advertencia porque comprenden que sabemos su posición”, dice Mijailo.
De vuelta a su refugio hay que volver a correr porque, de nuevo, los rusos responden con fuego de contrabatería en la misma zona, y un obús de ese tamaño te hace volver a casa en una caja de pino. “Sí, a veces nos disparan tras abrir fuego nosotros, pero lo que más tememos son los drones suicidas. Antes eran más cuidadosos con ellos. Si no encontraban un blanco lo llevaban de nuevo a sus líneas para no malgastarlo. Ahora los lanzan de dos en dos y si no encuentran a qué darle los lanzan sobre cualquier cosa. Se ve que tienen drones de sobra”, dice Ruslan.
El cocinero de la unidad ofrece otro café. También comen bien aquí.
Agencias