Los litigios de Colombia y Nicaragua y de Bolivia y Chile en la Corte Internacional de Justicia, que han hecho noticia en los últimos días, son apenas dos de los varios que juzga ese tribunal por disputas territoriales en la región. ¿Cuánto pueden afectar esos pleitos la necesaria integración del subcontinente?
NotMid 24/04/2022
IberoAmérica
“La unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres sino inexorable decreto del destino. Unámonos y seremos invencibles”. Simón Bolívar dijo esas palabras que con frecuencia salen a la luz en las cumbres de mandatarios y en los documentos oficiales. En ambos casos, con un solo telón de fondo: la integración de América Latina.
Dos siglos después, los hechos demuestran que ese sueño del Libertador de cinco naciones sigue siendo una quimera. Al menos así lo indican las múltiples fracturas que conspiran contra esa posibilidad. Una, la orientación económica de los mercados, más destinada a Estados Unidos y la República Popular China que a los demás países de LATAM. Dos, los bruscos cambios en materia de política exterior, según quién gobierne y qué orilla ideológica represente. Y tres, entre otras, el excesivo celo local que, sin llegar a alcanzar niveles de los nacionalismos exacerbados de otros lugares, sí marca fronteras más allá de lo geográfico.
Pero hay otro frente abierto que vale la pena mirar: las prolongadas disputas territoriales entre países vecinos y sus efectos sobre la integración. En realidad, América Latina tiene más pleitos de los que aparecen a simple vista y, quizás lo más preocupante, casi todas vienen de vieja data sin que se vea un acuerdo en el horizonte.
Las diferencias entre colombianos y nicaragüenses, que acaban de ser objeto de un fallo de la Corte Internacional de Justicia, se remontan a 1969, cuando Nicaragua entregó concesiones a privados para que buscaran petróleo en los alrededores de Quitasueño. Se trata de un cayo del Caribe perteneciente a Colombia a la luz de historia y del principio jurídico uti possidetis Iuris de 1810, según el cual los límites que tenían las divisiones políticas de las colonias españolas en ese año servirían de base para los acuerdos fronterizos de los nuevos países independientes.
Desde entonces, el caso ha tenido una serie de vaivenes que incluyen una decisión en 2007 que ratificaba la soberanía de Colombia sobre Quitasueño y otros dos cayos (Roncador y Serrana), además del archipiélago y actual epicentro turístico de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Los magistrados se fundamentaron entonces en una Orden Real de 1803 en la que la Capitanía General de Guatemala trasladaba esas islas al Virreinato de la Nueva Granada, como parte de una estrategia para luchar contra los piratas. Además de un tratado, el Esguerra-Bárcenas, firmado en 1928 y ratificado en 1931 de mutuo acuerdo entre ambas naciones.
En 2012 las cuentas se invirtieron. Desde 1980, Nicaragua había decidido emprender la tarea de recuperar lo que consideraba suyo. Para tal efecto, apeló a otra mirada histórica: Según ellos, la parte nicaragüense había firmado el acuerdo cuando estaba bajo control de Estados Unidos. Así, hace diez años, la Corte adoptó una curiosa fórmula salomónica a medias: le ratificó la soberanía a Colombia sobre el archipiélago y varios cayos, pero redujo en un 43% su propiedad sobre el mar Caribe, más de 72.000 kilómetros cuadrados de lecho marítimo que pasaron a Nicaragua. Disgustada, Colombia se retiró del llamado Pacto de Bogotá, que reconoce la jurisdicción de La Haya en este tipo de conflictos.
Ante una nueva demanda de Nicaragua, la Corte falló el 21 de abril, por 10 votos contra 5, que Colombia “ha violado los derechos soberanos y jurisdiccionales de Nicaragua” al interferir con actividades de pesca en sus aguas y, por 9 votos contra 6, que Colombia “debe cesar inmediatamente esa conducta”.
Pero como informó Carlos Gustavo Arrieta, uno de los abogados defensores de Colombia, La Haya también “reconoció que todas las islas y cayos colombianos en el Caribe tienen derecho a una zona contigua de 12 millas más allá del mar territorial, lo cual es de enorme relevancia en la medida que nos permite reintegrar el archipiélago”. Asimismo, el tribunal “reconoció que la comunidad raizal tiene derechos de pesca y de tránsito alrededor del archipiélago de San Andrés y Providencia que deben ser reconocidas y protegidas por los Estados”.
El fallo de la CIJ debería dar paso, según los expertos, a una nueva ronda de negociaciones bilaterales para acordar cómo cumplir los mandatos de la forma más adecuada para ambas partes. Algo muy improbable en medio del tenso clima político actual entre los gobiernos de Iván Duque y Daniel Ortega, más cargado de espadas en alto que de un ánimo conciliatorio.
Por su parte Bolivia y Chile protagonizan por estos días un caso que se origina en las aguas del río Silala, testigo en 1879 de la Guerra del Pacífico, un conflicto en el cual Bolivia —aliada entonces con Perú— perdió su salida al mar ante Chile, en la zona de Antofagasta.
Desde entonces, ambas naciones han entablado un forcejeo legal en el que abundan los argumentos de lado y lado. Bolivia dice que Chile hace uso de agua que no le pertenece y por la que debería pagar. Entre tanto, Chile reclama que el río es una vertiente que, al nacer en el vecino país y desembocar en su territorio tiene un carácter internacional. A eso, Bolivia ha ripostado con señalamientos de que ese cauce no es el inicial ya que, aseguran en La Paz, hay desviaciones hechas a propósito por empresas chilenas a las que los propios bolivianos les cedieron en el pasado su uso mediante una concesión.
Pero los argumentos de parte y parte no siempre han sido comedidos. En 2016, el entonces presidente Evo Morales no tuvo inconvenientes en acusar a Chile de “robar” la corriente del río Silala y puso en marcha una demanda. Su homóloga Michelle Bachelet respondió con una contrademanda. La CIJ debe ahora decidir quién tiene la razón. ¿Cuándo? No hay respuesta exacta a ese interrogante.
Ahora la agenda de la Corte, siempre a largo plazo, luego del paso de esos dos casos latinoamericanos de amplia exposición mediática, seguramente se ocupará de otros del subcontinente que se mantienen abiertos. En ese sentido, un amplio y completo trabajo de BBC Mundo muestra el ancho y largo panorama de estas disputas en la región. Ahí aparecen las siguientes:
– Guyana y Venezuela por El Esequibo, un litigio que lleva abierto casi 180 años, con dos elementos que lo complican enormemente: que ese territorio tiene petróleo y que Venezuela aspira a casi la mitad del territorio de Guyana.
– Guatemala reclama de Belice 11.000 kilómetros cuadrados, por una concesión que hizo España a la Corona Británica 160 años atrás.
– El Salvador quiere quitarle a Honduras la salida al Océano Pacifico por el golfo de Fonseca. Al efecto desconoce lo acordado sobre esa misma zona entre Honduras y Nicaragua.
–Argentina y Chile tienen una disputa por el pasaje de Drake, cerca de 5.500 kilómetros cuadrados que Argentina considera suyos, pero que aparecieron en 2021 en una carta náutica que el entonces presidente de Chile Sebastián Piñera hizo oficial.
Varias de estas discusiones las tramita el tribunal de La Haya. Otras permanecen abiertas, como la de Argentina y Reino Unido por Las Malvinas; Brasil y Uruguay por el pueblo de Thomas Albornoz y la Isla Brasilera (dos casos diferentes); y Haití con Estados Unidos por la isla de Navaza. Todo ello, según el inventario de BBC, junto con el muy tradicional y conocido anhelo de Bolivia de tener salida al mar, una aspiración que su vecino Chile no quiere considerar y que ya pasó por la CIJ.
Estos litigios se han convertido con el paso de los años en otra piedra en el camino para la integración latinoamericana. De hecho, aumentan las tensiones, más aún cuando, en la mayoría de las oportunidades, el grueso de la población desconoce el origen de los desacuerdos, muchos de ellos ligados a aspectos técnicos o muy poco conocidos de la historia.
“Después de alcanzar la independencia”, dijo a CONNECTAS Enrique Prieto-Ríos, profesor de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario de Bogotá, “América Latina adoptó un principio, el uti possidetis Iuris de 1810, para fijar las fronteras de los nuevos Estados. Pero, por supuesto, esos límites no reflejan necesariamente los intereses de éstos ni tampoco la unión cultural de algunas regiones que se habían vinculado a estos nuevos órdenes geográfico-administrativos”.
Por eso, desde la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, surgieron conflictos armados por la pretensión de algún país, siempre amañada o favorable a sus propios intereses. En un ambiente como ese, pocos vientos soplaban a favor de la integración.
Las cosas cambiaron con la posibilidad de contar con un árbitro especializado, en este caso un tribunal como la Corte Internacional de Justicia. Eso mismo convierte los estrados en el camino civilizado para buscar acuerdos y, como dice Prieto-Ríos, “evita que estos casos caigan en manos de gobiernos que los politicen y que conduzcan a hacer de ellos sentimientos desafortunados de nacionalismo, lo que puede terminar en conflictos bilaterales o multilaterales limítrofes”.
¿Qué pasa entonces como consecuencia de esos hechos con la integración? “Pues, dice el analista, que lo más saludable para generar un proceso de integración latinoamericana es que todos estos conflictos sean definidos por un tercero neutral, imparcial, con respeto por su conocimiento técnico, como es el caso de Corte Internacional de Justicia”:
Por todo eso, no todo es malo. Aunque América Latina es la fuente del 40 % de los pleitos que conoce la CIJ, esa misma circunstancia demuestra la tradicional disposición de sus gobiernos por arreglar las cosas a la buenas. Para Diego García-Sayán, exministro de Justicia y Relaciones Exteriores del Perú, “el mapa de América Latina se mantiene geográficamente inalterable, sólido. Y no hay amenazas reales en sentido contrario. Lo que no es señal de indiferencia frente a temas pendientes que pudieran existir entre países vecinos sino de un extendido —y ejemplar— sometimiento al Derecho”. Y califica como “récord histórico” el hecho de que recientes “asuntos pendientes” por contenciosos limítrofes entre latinoamericanos fueron todos sometidos a la jurisdicción de la CIJ”. Y no “derivados (…) a las infanterías, los cazabombarderos o las fragatas, ni a otros cauces bélicos de procesamiento”, escribió para una columna en El País de Madrid.
Aunque quizá tan importante como acogerse a los tribunales sea el espíritu a la hora de respetar esos fallos. O como dijo sobre el caso del Silala a Tele 13 Sergio Molina, doctor en Estudios Americanos, “cómo somos capaces de administrar una eventual victoria (en los estrados) o cómo somos capaces de administrar una derrota. Allí está la capacidad de asumir un futuro mejor entre las dos naciones y no continuar con estas rencillas. Porque hoy será el Silala, mañana otra cosa”. Una afirmación también muy aplicable al caso entre Colombia y Nicaragua, con el Caribe de por medio.
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*El autor es miembro de la mesa editorial de CONNECTAS