El siglo XX es una pesadilla de la que cuesta despertar
NotMid 27/03/2022
OPINIÓN
EDUARDO LAPORTE
El otro día, en un bar de Pamplona, la camarera, ucraniana ella, regalaba juicios políticos entre gin y gin. «Para empezar a entender algo, hay que viajar al menos 80 años en el tiempo». Insistía en la complejidad de un asunto como advirtiendo, en ese español pulido de los eslavos, que no admitiría ninguna cuñadada gruesa, labor no poco quimérica pues eran ya las tantas, una barra de bar y estábamos, recuerdo, en Pamplona.
¿Y qué sucedió en la Ucrania soviética de hace 80 años, es decir, en la Ucrania inmersa en los fragores de la Segunda Guerra Mundial que a la postre ganaría su ‘equipo’? ¿Qué pasaba un domingo de finales de marzo de 1942 en Kiev?
Pues poco te puedo decir, más allá de que Ucrania andaba medio invadida por los nazis, que impusieron demarcaciones muy y mucho alemanas como el Distrikt Galizien y el Reichskommisariat Ukraine. Da frío solo de leerlo. Una década antes, había tenido lugar el conocido como genocidio ucraniano orquestado por Stalin, creando unos polvos en Ucrania que se traducirían en unos lodos de resentimiento soviético-moscovita y unas germanofilias hitlerianas de las que aún hoy, dando la razón a la camarera ucrania, quedan patentes evidencias.
La mayor, el rechazo hacia todo aquel entramado comunista en una desafección que irá más a partir de 1991. Lo que nos lleva a colegir que la culpa de todo, la de ese nacionalismo exacerbado que se cultiva en Ucrania, la tendría ese régimen totalitario y aquí se acabaría el artículo.
El caso es que estas conclusiones me vinieron estos días tras la lectura de Paisajes del comunismo, de Owen Hatherley, que acaba de publicar Capitán Swing, y sería injusto no señalarlo. Como si la propia estética comunista, especialmente presente en la arquitectura, hubiera acabado con cierta idea de lo ‘ruso’, una grandeur burguesizarista de salones lujosos y dorados, suntuosos museos como el Hermitage creados décadas antes que el Prado y avenidas como la Perspectiva Nevsky con vocación de bulevares de progreso, digamos, al estilo barón Haussmann de París.
Porque esa Rusia decimonónica miraba más a Europa que a Asia, más a París que a sí misma. Pero 1917 rompió con todo y lo radical, aquello que se injerta a martillazos (con o sin hoces), suele tener consecuencias fatales. Hasta hoy.
Porque el comunismo, en las supuestas aras de crear el máximo bienestar en sus ciudadanos hasta entonces más pobres que las ratas, habría generado un estado de desangelamiento vital a modo de hambruna del espíritu. La idea del genocidio moral. Ese mundo planificado en el que, dice el libro, los trabajadores simulan trabajar y los patrones simulan pagar.
Un mundo feliz en el que incluso la comida era ideología. «El queso no necesitaba atraerte: comías queso porque era nutritivo», señala Hatherley. Es decir, en las antípodas de la joie de vivre en una espartanez que no ofrecía recompensas a tamaños sacrificios cotidianos.
Un párrafo resume bien este sentir: «No había planificación, sino una ‘economía dirigida’, en la que se establecía un objetivo arbitrario que luego se perseguía con ineptitud. La economía dependía del trueque y el trapicheo más que del dinero, el rublo era una ficción, se distribuían pisos y coches por contactos y buen comportamiento y, quizá lo más importante, no había una fuerza política que sostuviera la economía».
Además, una vez que acabó el ‘sueño’ comunista, en países como Ucrania, Georgia o la Federación Rusa, «el estándar de vida cayó un 50%». El siglo XX, esa pesadilla de la que cuesta despertar.
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